lunes, 23 de enero de 2012

MISTERIO SUPREMO

Para Bea, júbilo supremo

Sucede que hay preguntas a las que no les basta con una respuesta.
Ni siquiera les es suficiente una verdad.
Sucede que hay preguntas que aspiran a desentrañar misterios supremos.

Abrió los ojos.
El espejo le pinceló la fatalidad de un semblante ensombrecido y una boca de frutos agazapados. Se miró con la misma expresión del naufrago que contempla la primera noche estrellada desde su barca deshecha.

Era Él pero en realidad no era Él.

Sólo quien se desnuda con las arterias sabe que uno es también lo que le espina la garganta.
Las ruinas arrogantes que le amueblan el ceño.
Las primaveras palpitantes que le braman en las cicatrices.

Respiró con la furia de un depredador herido mientras engulló el silencio aún moribundo.
Masticó con furor cada una de las siete dagas del nombre de Ella paladeando la sangre que le bañaba la lengua.
Volvió a mirarse frente al espejo, se mordió el labio inferior y se lo preguntó en voz alta:

¿Qué es Ella en mi vida?

El silencio drenó veneno de su yugular.
Un cisne murió apuñalado dentro de su garganta.
Una nueva primavera le palpitó en el pecho.

Hay en el muro de la desazón una rendija, apenas imperceptible, por donde siempre se colará la luz de la alborada.

Cerró los ojos para volver a buscarla.
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La encontró recostada en su cama.
Su cara se erigía sostenida sobre su brazo izquierdo formando con su cabello una sedosa cascada azabache.
En su rostro yacían dos gemas consteladas de ámbar que se empeñaban en sonrojar los ojos de todas las mujeres de la historia. Sus mejillas suaves como alcatraces custodiaban celosamente unos labios voluptuosamente bermellones que rivalizaban con las ciruelas más jugosas. En su boca se arremolinaba el porvenir.
Un pantalón y una blusa perfectamente combinados se arrogaban la fortuna de acariciarle el cuerpo con el pretexto de ataviarla.
Las alborozadas piernas entrecruzadas resaltaban el itinerario de unas caderas hacinadas de esplendor que concluían felizmente su viaje en la vereda de una cintura dulcificada. Inútilmente su camisa pretendía ocultar la jovialidad de dos senos efervescentes como manantiales, altivos como medusas, apulpados como frutos del edén.
Un edredón blanco ligeramente tintado aspiraba ser el aura de esa silueta intemporal.

En su rostro se fundían todas las divinidades.
En su cuerpo se congregaban todas las lujurias.
Femenina le era un adjetivo escaso. Hembra un sustantivo menor. Ella era una Diosa.

Él supo entonces que nunca se escribiría un poema más excitante que el que ahora se declamaba ante sus ojos.
Sintió una corola sazonarle la boca.
Unas cascada nacer en sus manos.
Una hoguera azuzarse dentro de su vientre.

Ella lo miró soberana, fragante, dichosa, con esos soberbios destellos con los que ese tipo de Ellas predican con los ojos tan sólo para exigir vasallaje.
Él se lo otorgó con una furibunda erección.

Millones de células e interacciones endócrinas confluyen en ese proceso natural destinado a la reproducción. Pero para Él esa acumulación desenfrenada de palpitaciones en su pene significó un llamado urgente del corazón para prolongar la sucesiva cadena de complicidades que desde el inicio de los tiempos han hermanado a ciertos hombres: no preservar la especie, sino tan sólo acariciar a Dios.
Seducir al infinito.
Dialogar con el universo.
Ser en el íntimo vergel de una Ella.
Amar.

Inhóspito pero siempre buscado anhelo de unirse y fundirse sin causa explicable que casi siempre requiere de dos seres infectados de locura y una vacuna aún por descubrir. Ella, Él y los siete pasos que dio hasta llegar a la orilla de la cama.

Empezó por besarle los pies atribuladamente.
Chupó sus dedos, lamió su planta, mordisqueó su talón como un hambriento. Había en sus besos una devoción más allá de la ternura y la posesión.

Entre sus piernas emergió aún más vociferante su virilidad.

Subió paulatinamente la boca por sus pantorrillas. A pesar de la tela del pantalón apresó entre sus dientes esa harina condensada de suavidad frenética.
Le besó ambas rodillas, le mascó embelesado los muslos y las caderas, pasó la nariz por su intimidad aspirando profundamente para llenar sus pulmones de esa ambrosía burbujeante.

Sus manos recorrieron presurosamente las piernas de Ella siguiendo el sendero marcado por la saliva. Apretujaron sus pantorrillas, estrecharon sus muslos, hurgaron en sus caderas y encontraron su nido en su cintura.

Sus dedos inquietos alzaron la blusa de Ella dejando al descubierto su ombligo. Él introdujo su humedad rosada en ese botón salino mientras se dedicaba pacientemente a desabotonarle la ropa.

Su lengua zigzagueó por su vientre tomando vertiginosamente la ruta de sus costillas para arribar a la substanciosa orografía de sus pechos.
Un sujetador negro pretendía contener la bonanza de dos frutos acolchados.
Su mano izquierda bajó la copa derecha del sujetador dejando al descubierto un suculento seno de nácar soleado con una suave pero respingada almendra tostada.
El latigazo que sintió en el vientre le provocó la erección más vehemente y adolorida que nunca antes sintió en su vida.
Estribó su iracunda rigidez entre los muslos de Ella y se lanzó a saborear ese pezón acanelado.
Lamió la aureola de azúcar mascabado, embuchó la curvatura amasada del seno, chupó con delectación la esponjosidad de su pezón almendrado.

Ella gimió.
Su cuerpo retumbó en una constelación de alborozos, en un cascabel de apetitos, en un nido de alondras en celo.
Lo tomó del cabello, le clavó las uñas en la espalda y aprisionó entre sus manos el sexo de Él.
Sus manos amasaron con frenesí de perdiguero su rabiosa hombría. Armoniosa ablución de delirios que a Él le agrietó las presas del cuerpo.

Ella ronroneó jadeos que Él interpretó como una plegaria del “continúa”.

Él transitó por la pendiente de su hombro, bordeó su cuello y aproximó su rostro al de Ella.
La miró a los ojos como quien mira el fondo del océano.
Y se sumergió en su boca.

Eso que la humanidad ha llamado “beso” para Él fue la sublime ocasión de degustar en Ella el néctar que fermenta sus palabras, de descubrir el refugio de sus silencios, de oxigenarse con su aliento líquido.
Ayer, hoy y mañana se disolvieron en la ebullición de su saliva.
Él desgranó poco a poco la palabra “beso”. Paciente y devotamente limó con la lengua cada letra para sustituirla por el concepto “nosotros”.

Ella le devoró sus faunos atrincherados.
Él le bebió sus ninfas ocultas.
Sus raíces se sacudieron.

Los gemidos llovieron sobre su piel humedeciéndolos.
Las jilgueros de sus dedos revolotearon por sus cuerpos picoteando la incomodidad de sus vestimentas.
Se desabrocharon urgentemente los recelos.
Se desamarraron febrilmente los geiseres.
Se arrancaron impetuosamente la serenidad con los dientes.

Todo desnudo compartido es una victoria sobre lo rutinario que merece coronarse en abrazos.
Así que Él la asió de la cintura, se puso de horcajadas y la sentó sobre sus muslos.
Ella se entreabrió y su vulva acuosa fue engullendo poco a poco la robusta virilidad de Él.
Su seta venosa se abrió paso en la húmeda espesura de Ella.
Su grosor le ensanchó sus capas musgosas, le azuzó los tejidos, le copó las fibras más sensibles.
Un temblor incontrolable la hizo gemir desde sus entrañas.
Él la miró embelesado. La tomó de las mejillas y le mordió los labios.
Ella cabalgó con más arrebato encima de Él. Lo golpeteó con sus caderas, lo succionó con sus fauces.
Él la sujetó de la cintura con firmeza, volvió a devorarle sus pechos y empujó su pelvis más enérgicamente.
Ella sintió como Él tocaba fondo y retozaba en ese rincón endiosado.
Un desquiciado vaivén los hizo danzar en torno a un perpetuo fuego genital.
Enredados en labios y vapores, les acometieron sacudidas, les abrigaron escalofríos, les hirvieron sudores.
Sus átomos vibraron insondablemente y un arroyo de aguamiel se les formó entre las piernas.

Suspiraron,
sonrieron
y se fundieron en un abrazo victorioso.
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Abrió los ojos con Ella habitando en sus pupilas.
Una aurora le tintineó en los labios mientras Él volvió a preguntarse en voz alta:

¿Qué es Ella en mi vida?

“Un misterio supremo”, susurró para cortejar al silencio.

“Un júbilo supremo”, le abonó el corazón.

Y salió decidido a escribírselo.

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