viernes, 24 de abril de 2009

CELO

Es una punzada en mi bajo vientre que se convierte en un incesante palpitar de mi pene.
No lo puedo evitar.
Ni tampoco lo quiero. Demasiada razón arrincona a la parte animal, y ya se sabe como embiste una fiera acorralada.

Pero es que es tan irresistible como inquietante. Tan ofuscado como vehemente. Tan desordenado como febril.
Debe ser el calor español, el ambiente primaveral, el cambio de aires, o todo eso, o nada de eso, pero tengo el esperma urgente.

El esperma, y las piernas, y el torso, y las manos, y los labios, y…

Y las fantasías, claro.
Ellas se han convertido en unas mujeres, mis mujeres, que nunca se rinden. Podrán tenderse en el lecho de la espera. Inclusive, a veces podrán exasperarse con mensajes que se arrogan el derecho de juzgarlas, y otras veces se excitan con mensajes privados, pero siempre, siempre siempre, vuelven a mí para chuparme la atención y masturbarme la imaginación cuando estoy a solas.

Como ahora, que estoy desnudo y recostado.
Miro mi cuerpo, ese aliado de bronce que me ha prodigado tanto placer a raudales, y lo veo enérgico, pujante, indomable, ávido de una mujer. Estas piernas torneadas reclaman unas piernas tersas para danzar entre ellas. Estas manos desean un cabello que acicalar, un rostro por el cual deslizarse, unas curvas para ajar. Estos labios solicitan otros labios para beber de ellos. Y un rinconcito íntimo para encontrar el punto de explosión.
Pero, sobre todo, este pene, esta ardiente carne tiesa y rojiza que, mientras la sostengo entre mis manos, se va rellenando de mis palpitaciones, clama a gritos por una mujer que no rehúya de unos besos prolongados, unas caricias profusas, ni del placer de un momento eróticamente gozoso.

Estoy en celo.
Y una mujer lo constatará. Será hoy o mañana, pero será.

martes, 14 de abril de 2009

POSICIONES FAVORITAS II (RECUERDOS DE OFICINA)

Esta es deliciosa (me recuerda mis días de oficina).

Ingredientes: Una mujer deseada y un escritorio (una mesa también puede servir). Si se le añade unas gotas de adrenalina (como la posibilidad de ser descubierto por tus compañeros de trabajo) la pasión hierve más rápido.

Sírvase con: vino, rosas y música de jazz o blues.

Preparación:

Una vez mezcladas las necesarias miradas, los imprescindibles besos y las inaplazables caricias, hay que comenzar a desvestir poco a poco a la mujer deseada.
Es necesario hurgar la ropa con la misma devoción del creyente hacia sus altares. La ropa, sobre todo la de la mujer, no es obstáculo ni objeto secundario, es aquello que cubre lo que se adora y, por lo tanto, es parte de la religión del hombre.
Hay que admirar, oler, palpar y lamer la ropa de la mujer deseada mientras se le despoja de ella; eso siempre será un prometedor preámbulo de frenesíes.
Porque luego, la espera vale la pena: para el deleite propio, se asomará el cuerpo al natural de nuestra mujer deseada. Es decir, un cuerpo franco, tímido, titubeante, cálido y húmedo. Un hermoso cuerpo no para hacerlo nuestro, sino para hacernos en él.
Hay que afilar el olfato.
Llevar la boca los rincones más inhóspitos.
Acariciar. Tantear. Rozar. Nunca golpear (sólo un imbécil maltrata algo tan hermoso).
Porque si se hace lo correcto (con tiempo, delicadeza y fervor), los cinco sentidos de la mujer deseada la obligarán a estar en el punto de ebullición.

Entonces, ha llegado el momento.

Con certera sutileza, hay que dirigirse a su hendidura más íntima. Hay que deslizar los dedos entre ese jugoso resquicio, impregnándolos con su viscoso néctar. Luego, con el dedo pulgar y el índice hay que separar esas diminutas alas de mariposa. Surgirá un primoroso montículo. Hay que llevar la lengua a esa diminuta fruta y lamer su rugosidad. Hay que darse un festín hasta que la mujer deseada pida jadeantemente entrar en ella. No hay que hacerlo inmediatamente, hay que esperar un par de minutos más, hasta que ella cruja de ardor.
Entonces, hay que ponerse de pie junto con la mujer deseada.
Hay que recargarse en la orilla del escritorio, quedando mitad sentado y mitad de pie.
Hay que tomar del talle a la mujer deseada, llevarla frente a uno y ponerla de espaldas.
Hay que preparar el, para ese entonces (sé lo que digo), afilado, grueso y palpitante pene.
Hay que tomar de las caderas a la mujer deseada, llevarla hacía uno inclinándola lo suficiente para divisar su acuosa vulva.
Hay que penetrarla despacio, como se paladea una copa de vino mientras se escucha una canción de blues.
Hay que dejar que el glande se abra paso exquisitamente en esa empapada trinchera, disfrutando desquiciadamente de esa sensación de magnificencia que recorrerá por todo el cuerpo.
Hay que manosear los pechos de la mujer deseada, olerle el cabello, lamerle la espalda.
Hay que tomarle las manos, entrelazar los dedos entre los suyos y moverse dentro de ella con lujuriosa cadencia, siguiendo el compás del éxtasis que produce el delicioso chasquido de los líquidos íntimos. Ante uno emergerá la divina vista de la espalda y las caderas de la mujer deseada en frenética danza.
No hay que limitarse en besos, roces, movimientos y sudores.

Disfrútela cuantas veces le haga falta, aun cuando el cuerpo sienta que no puede más.

Lo aseguro: es exquisita.