Es una punzada en mi bajo vientre que se convierte en un incesante palpitar de mi pene.
No lo puedo evitar.
Ni tampoco lo quiero. Demasiada razón arrincona a la parte animal, y ya se sabe como embiste una fiera acorralada.
Pero es que es tan irresistible como inquietante. Tan ofuscado como vehemente. Tan desordenado como febril.
Debe ser el calor español, el ambiente primaveral, el cambio de aires, o todo eso, o nada de eso, pero tengo el esperma urgente.
El esperma, y las piernas, y el torso, y las manos, y los labios, y…
Y las fantasías, claro.
Ellas se han convertido en unas mujeres, mis mujeres, que nunca se rinden. Podrán tenderse en el lecho de la espera. Inclusive, a veces podrán exasperarse con mensajes que se arrogan el derecho de juzgarlas, y otras veces se excitan con mensajes privados, pero siempre, siempre siempre, vuelven a mí para chuparme la atención y masturbarme la imaginación cuando estoy a solas.
Como ahora, que estoy desnudo y recostado.
Miro mi cuerpo, ese aliado de bronce que me ha prodigado tanto placer a raudales, y lo veo enérgico, pujante, indomable, ávido de una mujer. Estas piernas torneadas reclaman unas piernas tersas para danzar entre ellas. Estas manos desean un cabello que acicalar, un rostro por el cual deslizarse, unas curvas para ajar. Estos labios solicitan otros labios para beber de ellos. Y un rinconcito íntimo para encontrar el punto de explosión.
Pero, sobre todo, este pene, esta ardiente carne tiesa y rojiza que, mientras la sostengo entre mis manos, se va rellenando de mis palpitaciones, clama a gritos por una mujer que no rehúya de unos besos prolongados, unas caricias profusas, ni del placer de un momento eróticamente gozoso.
Estoy en celo.
Y una mujer lo constatará. Será hoy o mañana, pero será.
No lo puedo evitar.
Ni tampoco lo quiero. Demasiada razón arrincona a la parte animal, y ya se sabe como embiste una fiera acorralada.
Pero es que es tan irresistible como inquietante. Tan ofuscado como vehemente. Tan desordenado como febril.
Debe ser el calor español, el ambiente primaveral, el cambio de aires, o todo eso, o nada de eso, pero tengo el esperma urgente.
El esperma, y las piernas, y el torso, y las manos, y los labios, y…
Y las fantasías, claro.
Ellas se han convertido en unas mujeres, mis mujeres, que nunca se rinden. Podrán tenderse en el lecho de la espera. Inclusive, a veces podrán exasperarse con mensajes que se arrogan el derecho de juzgarlas, y otras veces se excitan con mensajes privados, pero siempre, siempre siempre, vuelven a mí para chuparme la atención y masturbarme la imaginación cuando estoy a solas.
Como ahora, que estoy desnudo y recostado.
Miro mi cuerpo, ese aliado de bronce que me ha prodigado tanto placer a raudales, y lo veo enérgico, pujante, indomable, ávido de una mujer. Estas piernas torneadas reclaman unas piernas tersas para danzar entre ellas. Estas manos desean un cabello que acicalar, un rostro por el cual deslizarse, unas curvas para ajar. Estos labios solicitan otros labios para beber de ellos. Y un rinconcito íntimo para encontrar el punto de explosión.
Pero, sobre todo, este pene, esta ardiente carne tiesa y rojiza que, mientras la sostengo entre mis manos, se va rellenando de mis palpitaciones, clama a gritos por una mujer que no rehúya de unos besos prolongados, unas caricias profusas, ni del placer de un momento eróticamente gozoso.
Estoy en celo.
Y una mujer lo constatará. Será hoy o mañana, pero será.