viernes, 14 de agosto de 2015

MÍA


La belleza nunca agota a quien sueña con hallarla.

Por eso, no puedo dejar de mirar tus fotos.

Lo que distingo al mirarte en esos instantes adheridos al tiempo es un cuerpo lozano y afrutado. Una silueta prolija ceñida de una piel ávida de ser recorrida con pétalos, de ser reconocida con jilgueros, de ser redecorada con alboradas.
Entreveo en cada pliegue tuyo tierra fértil para el fervor y la ebullición.
En tu boca, un pomelo jugoso.
En tu cuello, una cuenca de molicies.
En tu espalda, una planicie sahumada.
En tus senos, un huerto de almendras dulces.
En tus caderas, racimos de pulpas bullentes.
En tus muslos, panes esponjosamente frescos.
En tu intimidad, filamentos amelocotonados.

Mirar tus fotos se está convirtiendo en una adicción que sacude mi cuerpo porque una electrizante agitación se apodera de mí. Te estás convirtiendo en rival de la noche: me rodeas, me envuelves y me enciendes sin siquiera tocarme.

Y mi imaginación vuela.
Y te pienso cerca.
Y te miro.
Y me agito.
Y las palabras se me atoran en la garganta.
Y el cuerpo suda y se altera.
Y me muero de ganas de acercarme a ti para hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos, o el rocío con las flores o el amanecer con el día.

Te miro tanto porque sollozo tu cercanía.
No para poseerte, sino para paladear a la eternidad en tu tibieza.

Te miro
Incesante, corrosiva, depredadoramente.
Para que ni la distancia se oponga
a que seas mía.