sábado, 20 de febrero de 2010

Del Séptimo piso al Séptimo cielo

Aunque prácticamente no había nadie en la oficina a esa hora, regresé rápida y sigilosamente a mi despacho.
El paso siguiente era el que siempre me ha parecido el más emocionante del proceso: la espera de las reacciones.

Y es que ese día lo había hecho diferente: esa vez no le llevarían un arreglo floral durante el día de trabajo, sino que al llegar a su escritorio, Gema se encontraría con una delicada rosa y un sobre sellado que, reformulando a Cortázar, le propondría:

“Ven conmigo esta noche
no haremos el amor
dejaremos que él nos haga a nosotros”

Tal vez para otros signifique sólo un compromiso o una táctica sexual pero regalar flores a una mujer representa para mí un evento estimulante: ir a comprarlas, escogerlas, pensar en la frase que las acompañaran e idear la forma de enviarlas, son instantes que disfruto al máximo.

Verdaderamente, he llegado a pensar que cuando le regalo flores a una mujer en realidad me concedo instantes emotivos a mí mismo. Como el de esa vez que, muy a pesar de mis disimulos, me causaba sonrisas de íntima complicidad.

Aunque sentí que fue larguísimo, no hubo mucho tiempo de espera.
Veinte minutos después de haber dejado la rosa y su correspondiente nota, sonó el teléfono de mi despacho.

Levanté el auricular.

“Licenciado, es urgente que vaya a la zona de elevadores en este momento”, reconocí la impetuosa voz de Gema. No pude decir palabra alguna pues inmediatamente se cortó la llamada.
Me quedé atónito durante unos segundos pero después sonreí, me puse mi saco y me dirigí hacia donde ella me lo pidió.

Efectivamente, ahí estaba Gema.

Vestía una blusa blanca, una falda negra que no le cubría las rodillas y unos zapatos negros de tacón bajo. Unos aretes y unas pulseras color esmeralda le remataban la vestimenta. Llevaba el cabello suelto y los labios levemente teñidos de carmín. Lucía radiante. Sin embargo, estaba seria.

Me miró solemnemente.

Yo le hice una señal de saludo a la distancia. Ella me pidió que apurara el paso. Segundos después llegué al lado de Gema. No me dio oportunidad de darle siquiera un cortés beso de buenos días: me tomó del brazo y me metió a uno de los ascensores. Ella presionó dos botones, éste cerró sus puertas y comenzó a descender.

Lo que después se convertiría para mí en una de las metáforas de la pasión, iniciaba en ese momento.

Una vez dentro del elevador, Gema colocó uno de sus dedos índice en mis labios, acercó los suyos a mi oreja izquierda, encendió sus pupilas y me susurró pausadamente un “no puedo esperar hasta la noche”.

Una ráfaga de sangre se me agolpó en el vientre.

Súbitamente, mi rostro comenzó a ser humectado por besos suaves que, iniciando en mi mentón, Gema me esparcía pausadamente por mi cara.

El elevador indicó que habíamos llegado al 2º piso y siguió descendiendo.

Haciendo caso omiso al movimiento mecánico que nos envolvía, las manos de Gema me rodearon el cuello al mismo tiempo que su lengua inició un sugerente jugueteo en las comisuras de mi boca.

Yo estaba inerte y atónito.

El elevador indicó el primer piso y siguió descendiendo.

Los dientes de Gema prensaron delicadamente mis labios. Sentí como sus pechos redondos, carnosos, suculentos, se apretujaban en mi cuerpo. Con desmesurada alevosía, ella introdujo su lengua inquieta y húmeda en mi boca.
Sentí una vertiginosa excitación claustrofóbica.

El elevador indicó la planta baja y se dirigió al sótano.

Más como hechizo que como reacción coherente, mis manos titubeantes sujetaron la cintura de Gema.

Entonces, la lengua de Gema se frotó con la mía impregnándome del exquisito sabor de su saliva, ese néctar electrizante que tantas veces me bebí eufóricamente.

Con un resquicio de razón, le balbuceé un apenas perceptible “espera, las puertas del levador ya se van a abrir”.
Ella separó su boca de la mía, sonrío pícaramente y me respondió: “se van a abrir hasta que yo quiera, y eso será hasta que te coma completito, papi”.

Una sorpresiva convulsión me dejó aturdido.

Pero efectivamente, el elevador llegó al piso -1, se detuvo algunos segundos y, sin abrir sus puertas, comenzó a subir hacía el séptimo piso.

Extrañado, expresé un efímero “¿cómo le…?” que ella no me dejó concluir porque sonrió, cerró los ojos y reanudó la desquiciante danza de su lengua con la mía.

Recuerdo perfectamente esa súbita sensación de desconcierto. Es como si la volviera sentir. Pero más recuerdo, y mi cuerpo lo testifica, que Gema no sólo no detuvo la cacería de sus besos, sino que la decidió acompañar con una embocada a mi raciocinio prodigándome caricias incitantes por mi espalda, mis nalgas y mi pene.

En ese preciso momento, un oleaje de estremecimientos me derrumbó las cautelas.
Mi resistencia había sido heroica pero no lo pude soportar más.
Cerré también los ojos, hinqué mi mano izquierda en la nuca de Gema, me aferré de su cintura con la derecha y comencé a saciar en su boca mi necesidad de ella restregando enardecidamente su vientre en la bestia que se despertaba entre mis piernas.

Para mi sorpresa, para mi bendita sorpresa, Gema estaba más hambrienta de mí porque lo que ella hacía no era besarme sino absorberme. Su lengua no se movía en mi boca, la copaba. Sus manos no me acariciaban el pene, le ungían furor.

La espera era sinónimo de ansiedad, las ropas de incomodidad y nuestros cuerpos de una balada sexual en ciernes.

Instintivamente, le desabotoné la blusa y ella me bajó el zipper del pantalón.
Siempre me embriagó tener en mis manos los senos de Gema, acariciarles su contorno, sentir su tibieza. Pero lo verdaderamente enloquecedor era lamer sus aureolas y sus pezones endurecidos, lo cual en ese maravilloso instante disfrute a plenitud porque Gema me amasaba el pene con ese estilo dulce y furioso tan suyo: tocándome el glande con el pulgar y explorando mi grosor con el resto de sus dedos.

Si algo en mi vida me ha puesto simultáneamente al borde de la locura y del vértigo fueron los excitantes preámbulos sexuales con Gema: siempre arrebatadores, nunca redundantes o innecesarios, claramente fueron nuestra prueba fehaciente de que, como lo digo Gide, “lo más profundo está en la piel”.

Y nuestros cuerpos estaban imantados.

Cada evocación de Gema era una lección de erotismo.
Cada cercanía nuestra era una vibrante colisión de átomos.
Cada roce era una profecía de hedonismo.
Cada beso era un trance de júbilo.
Cada abrazo era un trueque de gloria.
Cada acoplamiento era, simple y sencillamente, una reivindicación del paraíso perdido.

Pero en esa ocasión, dentro de los elevadores, fue simplemente la cima de la lujuria, el máximo goce, el abuso del placer, el límite de la locura. Indescriptible.

Llegando al séptimo piso, el elevador se detuvo, quedándose ahí, sin abrir sus puertas, por casi 30 minutos.

De mi cuerpo emergió rabiosamente una insaciable extensión palpitante, un voluptuoso y macizo músculo que Gema manoseaba delirantemente. Fue, sin duda, una de las erecciones más portentosas que he tenido en mi vida, de esas que no se planean, no se piensan, ni se argumentan; simplemente manan naturalmente encarcelando en sí misma al resto de los sentidos.

Y Gema estaba igual.

Mientras le lamía el escote, deje que mis manos se deslizaran por sus caderas, le subieran la falda y se depositaran en su sexo.
Ella estaba empapada.

Del bolsillo de su falda sacó un sobre que ella misma abrió. Segundos después embozó mi pene con látex.

Entendí su mensaje.

Le levanté su húmedo muslo izquierdo, me incliné unos centímetros y dejé que mi glande esponjoso jugueteara con su acuosa vulva. Era un ritual que me gustaba practicarle porque, tal como ella me lo confirmaba, le producía cosquillas en los dientes.

Gema cerró los ojos y emitió un gemido: “ya métemela”, me suplicó compungida.

Le sostuve su pierna izquierda entre mi mano derecha.
Le rodeé la cintura con mi mano izquierda.
Le acerqué mi boca a la suya para lamerle los dientes.
Y la fui penetrando paulatina pero determinadamente, ajando sus paredes vaginales, hasta notar que no podía entrar más en ella.

Gema jadeó.
Yo sentí palidecer.
Ese volver a tocarnos las entrañas fue un momento glorioso.
Un relámpago de júbilo.

El oleaje compartido, estruendoso y llameante, fue custodiado por mordisqueos, zarpazos y resoplidos.

Minutos después, la volteé para arribar a nuestra posición más excitante.
Pero Gema tuvo una idea maravillosa.
Se puso de espaldas a mí, se asió del barandal del elevador y subió su pie derecho a una baldosa del mismo. La imagen fue prodigiosa: las nalgas de Gema se abrieron de par en par mostrándome su vulva jugosa y rojiza.
Fue exquisitamente irresistible.
Así que le tomé las caderas, me ladeé hacia la izquierda y le penetré sin contemplaciones.

Gema se meneó con una desquiciante cadencia zarandeando mi pene con frenesí. Sentí que me exprimía el aliento por lo que, en un alarde de reflejos, le mordí su espalda sudorosa para no desfallecer.

Pero fue irremediable.

Un par de minutos después, un torrente trajo consigo un halo de placentera armonía que se apoderó de mi cuerpo.

Fue un viaje celestial.
Un ungüento de felicidad.
Una catada de nirvana.

Todavía con el regocijo a flor de piel, le agradecí por el momento tan esplendoroso y la volví a besar con arrebato.

Luego de habernos vestidos y secado el sudor, Gema presionó el botón -1. Ambos acordamos que era mucho más seguro salir en el sótano.
Antes de llegar, le pregunté que cómo le hizo para controlar las puertas del elevador.
“Es una falla que tiene. Me enteré de casualidad. Pero no preguntes, tú sólo disfruta”.

Y las puertas se abrieron.



Para ti, Gema, amante eterna en mi memoria pero efímera en mi camino, hoy que se cumplen 5 años de la última vez que te vi.