¿Que por qué te suspiro así?
Si quieres saberlo, renuncia a las agendas y relojes; a
las premuras y rutinas. A la mera subsistencia.
Ven a mí.
Despacio, taciturna, constelada. Con el fragor que has
ido acallando y las ilusiones que has ido aplazando.
Te susurraré mi respuesta con miradas combustionadas, sonrisas
incontroladas, manos inquietas; con el escandaloso silencio que sólo sabemos recitar
los amorosos.
Sábetelo.
Tus pupilas son estanques donde los jilgueros beben sus
cantos.
Los cerezos se inspiran en el fervor carmíneo de tus labios.
En tu silueta se ciñe un vergel que sonroja a cualquier
paraíso.
Son tus senos manjares apomelados de avellanas respingadas.
Tus caderas una algarabía de exuberancias.
Tus muslos un par de manjares apulpados.
Mis dedos transpiran tu piel.
Retumbas en mi vientre como un vendaval.
Me urge que tu aliento me colme por dentro.
Y ese fruto vernado.
De valva enhebrada y musgosa.
De tálamo manso y aterciopelado.
De aroma a salitre y almendra.
Acanalado.
Enracimado.
Trémulo.
Tibio.
Bullente.
El tulipán agrosellado entre tus piernas.
Que mi lengua abrirá embelesadamente.
Para que florezcas acuosa en mi lecho de abril.
Por eso te suspiro así.
Confesiones y fantasías de un treintañero amante de la poética corporal y la erótica verbal.
martes, 29 de abril de 2014
martes, 15 de abril de 2014
15-04-14
Estar a solas contigo.
Despojada de relojes, calendarios y armaduras.
Ataviada de murmullos, constelaciones y veredas.
Que un crepúsculo sonrosado te ciña la silueta
y la noche florezca sahumada de ti.
A solas.
Aguardando por ti,
Una hilera de velas
para enmadejarse en tus pestañas
Una copa de cristal,
para emulsificarse con tu saliva
Una sinfonía de cello
para arrullarse con tus palpitaciones
Y la luna entera,
para retozar en el estanque de tu piel.
Me es indiferente el color de tu labial, la marca de tus
zapatos o el aroma de tu perfume.
Suspiro sólo por ti.
Por los fragmentos de universo que preñas a cada paso.
Por los porvenires demacrados que entibias con tu
sonrisa.
Por las certezas de mármol que haces añicos al
nombrarme.
La tierra me balbucea en flores que polinizan de
ansiedades cada silencio arracimado en estas manos que te añoran. Que decoran cántaros
con la humedad de tu nombre. Que te claman escribiendo.
Que dibujan lo que las transpira.
Anegarme los pulmones con el aguacero de brevas enquistado
en tu cuerpo.
Horadarme la coraza del pecho con cada campaneo bullente
de tu voz.
Ser desangrado por los leopardos que dormitan bajo tus
parpados.
Sentir como tu belleza se abre paso dentro de mí, como me
invade con su molicie, como me atrofia cada nervio, como me devora cada filamento.
Imantarme a tus pulsaciones; a esa tibia ráfaga de savias
dosificadas cuando te acercas más a mí.
Dejarme arrastrar por la tormenta depredadora en mi
interior y sus simientes en las venas.
Reconocer mi lugar en el mundo al tomarte de la cintura.
Adosarte a mi pecho dejando en ridículo a la libertad.
Percibir el repiqueteo de un alborozo afestinado en tus
labios.
Probar con elocuencia las fresas de tu boca,
entremezclarlas con la crema de tus dientes,
sorber el licor de su turgencia,
derramarnos en una ambrosía de pulsos y alientos.
Escarcearnos.
Escudriñarnos.
Espumearnos.
Notar que te vas abriendo dulcemente como una rosa, que
te vas vertiendo como una cereza, que te vas amielando como el mes de abril.
Descubrirlo en la electricidad de tus caricias,
en la voluptuosidad de tus pechos avellanados,
en la convulsión de tus muslos apulpados,
en la efusión de tu intimidad agrosellada.
Tomarte.
Entrar en ti.
Hacerme tuyo.
Caracolas aletearán en paraísos amusgados de natas.
Guirnaldas se disolverán en pleamares de ámbar.
Géiseres se coparán de hervores frondosos.
Y yo amaneceré enroscado a tus caderas.
Nada más.
Estar a solas contigo.
Eso es lo único que quiero para mi cumpleaños.
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viernes, 4 de abril de 2014
CAMINO
Amo viajar.
No me refiero a la
preparación de un itinerario o el arribo a un sitio; uno, el gusto de la
proyección; otro, el gozo del descubrimiento; ambos ligados por un destino.
Me refiero a viajar. No a
planear, no a llegar, sino a andar. A recorrer senderos, a transitar carreteras,
a cruzar accesos. En suma, aludo completamente a la raíz etimológica del verbo
viajar: hacer camino.
Todo inicia justo al
ponerme en marcha. En ese preciso instante me invade un júbilo sustancioso que
me hace olvidarme de la partida y de la meta para entregarme al deleite del ir
y venir. Entonces, salgo de mí y me vuelvo parte del camino.
Soy los edificios altivos
pero hincados ante el tiempo, soy las praderas arrulladas por el viento, soy ese
niño que ignora que lo que le entrelaza los dedos no es la mano de su Mamá sino
la esencia de la humanidad, soy aquellos adolescentes que se iluminan el rostro
mutuamente porque comparten el milagro de acariciarse con sus pulsaciones. Soy
todos y todo; lo que veo y lo que veré.
Fernando Pessoa tenía razón
y los viajes son los viajeros, lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que
somos.
Viajar es para mí una
metáfora de la vida porque no importa tanto el principio ni el final como el
recorrido.
Porque cuando me opuse a
ser esclavo de mi origen y siervo de las metas que otros me dictaron, para
sumergirme en los recovecos y las huellas de mi camino, me sentí libre. Y renovadamente
pleno.
Esa es la verdadera razón por la que no uso el automóvil
para ir de mi casa a la Universidad de Helsinki. Le gente a mi alrededor opina que
es una insensatez recorrer 80 kilómetros en transporte público teniendo un automóvil
propio, sobre todo en temperaturas de hasta menos 30 grados. Yo utilizo el
ahorro de combustible, la eficiencia pública finlandesa y hasta cierta
conciencia ecológica como argumentos, pero la verdad es que uso el transporte
público por el puro placer de ensimismarme en el camino. Por eso es que
también, en lugar de tomar la ruta más corta (tomar el trolebús hasta
Rautatientori y luego el tren) prefiero la que alarga mi ausencia del mundo de
las agendas (andar hasta Kamppi y de ahí tomar el autobús 117 que bordea
Espoo). Así, en lugar de 90 minutos diarios (45 por la mañana y 45 por la
tarde), utilizo 120 minutos en mis viajes cotidianos. Todo un lujo que,
obviamente, sé que me merezco.
Posiblemente la mayoría de las personas piensen que una
ruta diariamente andada es siempre el mismo trayecto. Yo creo que, así como una
mujer puede ser todas las mujeres en una sola, un camino puede ser un universo
de caminos en sí mismo. Y no sólo me refiero a las vistas que pasan de lo
grisáceo en otoño a lo blanco en invierno y luego a lo esmeraldino en
primavera, sino a tener la oportunidad de volver a andar un camino para
volverlo a descubrir: hallar un cruce que antes había pasado desapercibido,
darle la bienvenida a un retoño de la naturaleza o simplemente postrarse ante una
nueva huella del tiempo. Si por definición no se ama de una sola manera aunque
se ame profundamente, tampoco se viaja de una sola forma aunque se viaje
asiduamente por la misma ruta.
El camino está atestado de senderos. Sobre todo en
quienes no sólo lo andan, sino que además lo reviven al desvivirlo. En quienes
no lo hacen suyo, sino que se mezclan con candorosa inconsciencia en el camino
y se vuelven animadas postales de horizontes irrepetibles; escenario multicolor
de carnavales urbanos; lienzo abonanzado de verdores palpitantes. Andamiaje,
bricolaje, paisaje. Camino.
Si de algo puedo enorgullecerme, es precisamente de ser
un caminante. No un viajero, no un transeúnte, no un pasajero.
Un caminante.
Un ser tan ínfimamente honesto que no sólo pone los pies
en la tierra, sino que se sabe, si bien prescindible, una partícula integrante de
esa sinfonía de savias; no sólo un mero espectador, sino un habitante privilegiado
de un microcosmos sazonado especialmente en un tiempo y espacio propicios para
su subsistencia. Alguien que se concibe como el resultado de la milagrosa e
infinita concatenación de hechos y consecuencias, de muertes y nacimientos, de
despedidas y reencuentros, de besos y fluyentes.
Eso, un caminante.
Por eso, no hallo otra forma de andar por el camino
convergiendo en lo que he sido, lo que soy y lo que seré, más que escribiendo.
Y no sólo metafóricamente hablando, realmente escribo con entrega y entusiasmo,
preñado de musas, en el autobús que me lleva al amanecer y me trae de regreso
al anochecer. Ha sido en ese trayecto donde, por dar algunos ejemplos, he
concebido, procreado y alumbrado a mis amadas “Ella”, “Naufragio”, “Conocer” o
“Reencuentro”.
Escribir es mi forma, acaso la más diáfana, de saberme
parte del camino.
De volverme sendero mientras me ovillo en los pliegues
del horizonte.
De mirarme con sangre en las arterias del mundo.
De huir, refugiarme, añorar y ofrendarme.
“Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar”
Recitó el gran Antonio Machado.
Y yo, iluso caminante, en este trayecto he comenzado a escribir “B y E”.
Y yo, iluso caminante, en este trayecto he comenzado a escribir “B y E”.
Como una forma, acaso la más diáfana, de hacer camino hacia
Ella.
Mi añorada.
Mi añorada.
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