domingo, 26 de diciembre de 2010

LVIII

Ella sabía que no era cierto. Tuvo esa certeza que acontece desde el fondo. Pero la mirada de Él se lo suplicaba. Así que se lo dijo: “Volveré”.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

LVII

Lo guardó durante 30 años. Cuando la vio, supo que por fin lo diría. Así que Ella escondió ese “te amo” en un cofre y se tragó la llave.

lunes, 20 de diciembre de 2010

LVI

Tecleo la B. Luego una E. Siguió con la S. Concluyó con una O. Cerró los ojos. Y sintió un estremecimiento recorrerle la piel.

LV

Batió sus alas en la ventisca. Llegó al mástil. Le miró y le cantó. Cuando el Espantapájaros sonrió, la paloma retomó su vuelo.

jueves, 16 de diciembre de 2010

LIV

Le pidió sus labios. Aún quería vivir por un instante.

LIII

Tenía un rostro luminoso y labios de porvenir. Ella pasó sin mirarlo. Entonces, Él supo que otra historia de amor no se consumaría.

martes, 14 de diciembre de 2010

LII

 “-Creí que no vendrías”, dijo. “-Yo también”, respondió Ella. Entonces, la besó con premura para celebrar sus equivocaciones.

LI

Le decían loco pero estaban totalmente equivocados. Él hablaba con Ella cada que la necesitaba. Sólo Él la escuchaba.

domingo, 12 de diciembre de 2010

L

Estaba sentada erguida con las manos en su regazo. ¿Cómo podría sentirla tan lejos y poder leer cada pliegue de su silueta?

XLIX

Le desarmaba las convicciones mientras le reverdecía la piel. Ahora sabía que la diferencia de edades valía para nada.

jueves, 9 de diciembre de 2010

XLVIII

Parecía un sendero que ni un lobo tomaría para seguir a su presa. Él lo tomó. Seguía a su Ella.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

XLVII

Dos divorcios y 100 decepciones después, entendió que no existen los príncipes azules. Desde ese día, odió a Disney para siempre.

XLVI

Los ecos y los cajones vacíos le confirmaron que desde ese preciso instante Él sólo viviría de la ausencia de Ella.

lunes, 6 de diciembre de 2010

XLV

El tiempo le hizo devorar mil carreteras. Pero nunca encontró un camino que lo llevará a sí mismo como los ojos de Ella.

domingo, 5 de diciembre de 2010

XLIV

Pasaron los años pero él la seguía esperando. Decía que había al menos cuatro senderos por los que ella podría regresar.

jueves, 2 de diciembre de 2010

XLIII

El sabio señaló la luna y el tonto se quedó mirando el dedo. Arriba, el soñador seguía cortejándola.

XLII

 “-Quiero escucharlo de tus labios”. “-¿Qué?”. “-Que te vas y no huyes”.

martes, 30 de noviembre de 2010

XLI

Durante 10 años arrastró su nostalgia por calles de gente sin rostro. Pero hoy se volvió a tropezar con ella.

lunes, 29 de noviembre de 2010

XL

Levanté mi cabeza de su regazo y desmoroné el silencio diciéndole: “tú no eres una mujer, eres un vicio”.

domingo, 28 de noviembre de 2010

XXIX

Me concedió tres deseos. Pedí admirarla, susurrarle al oído y acariciarle su piel. Y entonces se quedó conmigo toda la noche.

XXXVIII

Eran incansables, aventureros y pícaros. Sus ojos eran transhumantes. Pero los clavó en mí.

sábado, 27 de noviembre de 2010

XXXVII

La voluntad se me caía a borbotones. Mis pasos eran ofrendas de desgano. En los pliegues de mi rostro se anidaba la derrota. Y entonces la vi.

jueves, 25 de noviembre de 2010

XXXVI

Como si el mero roce de mis palpitaciones la hubiera alertado, se dio vuelta y me sonrió. Ese fue nuestro inicio.

XXXV

Todo le sucedió favorablemente durante varios años. Pero una noche, una canción le desmadejó el corazón.

martes, 23 de noviembre de 2010

XXXIV

El espejo reflejaba una silueta marchita, desarmada de sonrisa. Fue entonces cuando por fin aceptó su derrota.

viernes, 19 de noviembre de 2010

XXXIII

Él le decía palabras suaves, dulces, substanciosas. Ella se moría por saborearlas directamente de su boca.

jueves, 18 de noviembre de 2010

XXXII

 “En ese entonces, yo lo amaba...” Dejó la frase suspendida, como si temiese terminarla o no supiese como hacerlo.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

XXXI

Le siguió mandando flores con un “te amo” anónimo. Le gustaba ver como Ella se iba cada noche a la cama con una sonrisa inconmensurable.

martes, 16 de noviembre de 2010

XXX

Inesperadamente, como suele suceder con los milagros, esa sonrisa anónima lo rescató de la indiferencia y lo instaló en la esperanza.

lunes, 15 de noviembre de 2010

XXIX

Traía el mundo en la mirada.

XXVIII

Estuve tentado a decir cualquier cosa, aunque fuese por última vez. Nos amparaba la luna y el silencio que antecede a las tormentas.

viernes, 12 de noviembre de 2010

XXVII

Se miraban a lo lejos con esa mirada que siembra inquietudes y derriba cautelas. N.R. susurraba. E.Z. escribía. La distancia se acortaba.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

XXVI

El corazón le martilló el pecho. El rostro se le descompuso. Por eso, Él no pudo decírselo. Pero no importó. Ella se supo bienvenida.

martes, 9 de noviembre de 2010

XXV

Clavó sus ojos en mi rostro. Entonces le compartí mi certeza de porvenir: “Estás enamorada de mí. Pero no lo sabes todavía.”

lunes, 8 de noviembre de 2010

XXIV

Y de pronto, aquella mirada huidiza se tornó vacía.

domingo, 7 de noviembre de 2010

XXIII

-“¿Cómo está?”, le preguntó al médico. -“Le podría decir que es el corazón pero lo que lo mata es la soledad. Los recuerdos son peores que las balas”.

sábado, 6 de noviembre de 2010

XXII

Como suele suceder, lo esencial de su historia había ocurrido antes de que se diesen cuenta. Y para entonces, ya no había marcha atrás.

viernes, 5 de noviembre de 2010

XXI

 “Estuve a punto de no venir” dijo con un hálito de nostalgia. “¿Por qué?” pregunté azorado. “Porque tuve miedo de no encontrar el camino de regreso”

jueves, 4 de noviembre de 2010

XX

Sólo atiné a decirle que todo saldría bien. Afloró en ella esa sonrisa abatida, de derrota y cansancio, que ha estado ensayando por 20 años.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

XIX

Ella levantó su mirada. Él la miró aturdido. Su rostro le parecía de una belleza dolorosa, inaudita, inexplicable.

domingo, 31 de octubre de 2010

XVIII

No le importó el sigilo que se eternizaba en sus ojos. Así que sólo atinó a musitarle: “Y sin embargo, muero por ti”.

XVII

Regresó a la que en un tiempo fue su habitación. Ahí seguían sus cosas pero parecía que habían encogido. O quizás sólo fuese la vida.

jueves, 28 de octubre de 2010

XVI

Su rostro le imploró permiso para respirar de nuevo. Ella no se lo concedió.

miércoles, 27 de octubre de 2010

XV

Entonces, la miré como se mira un ocaso en verano.

martes, 26 de octubre de 2010

XIV

Sonrió con apenas una leve insinuación en los labios y un triste destello en los ojos. Comprendí que los dos estábamos derrotados.

lunes, 25 de octubre de 2010

XIII

Las sombras seducían a las paredes. El silencio cortejaba al viento. El tiempo pactaba una tregua con la muerte. Su piel estaba erizada.

miércoles, 13 de octubre de 2010

XII



Su sinceridad y desparpajo le hurtaban las palabras. Es así que decidió hablarle con un beso.


martes, 12 de octubre de 2010

XI


Anhelaba, suspiraba, sonreía. A pesar de los tropezones, Nohelia seguía andando. Y esa era su gran virtud: no la ingenuidad, sino la alegre perseverancia.

viernes, 8 de octubre de 2010

TESTIMONIO

Amar a una mujer es
ser prisionero de un paraíso perenne
atreverse a reescribir la historia a cuatro manos y dictando utopías
trasplantar el corazón en las rodillas.


Amar a una mujer es
dominar el arte de darse baños de soledad en público
apostar insensatamente por la libertad ajena
ganar la batalla del deseo en una solo piel.


Amar a una mujer es
arriesgarse a la desilusión por el relampagueo de todos los átomos de la existencia
moldear una substancia que anula
atarse a este mundo por la fuerza de gravedad de un cuerpo deseado.


Amar a una mujer es
descubrir que el cuerpo se ha expandido en unas manos ajenas
hallar el silencio más renovador e inquietante
habitar en los pliegues de la eternidad


Amar a una mujer

es

simple y sencillamente

aborrecer al machismo.

X

Un silencio eterno se le escurría por los labios. Y entonces, él la besó desmesuradamente.

jueves, 7 de octubre de 2010

IX

-“Pero dime, ¿por qué comenzaste a hablarme”. –“No sé, tal vez porque no te conozco”.

miércoles, 6 de octubre de 2010

VIII



Leyó por ahí que no son los besos sino las cartas lo que une a las almas. Y entonces comenzó a escribirle.




lunes, 4 de octubre de 2010

VII

Decidió ir a buscarla para perderse en su cuerpo. Pero se encontró en su mirada.

domingo, 3 de octubre de 2010

VI

Y sin embargo, se muere.



domingo, 26 de septiembre de 2010

V


Y encontró la puerta abierta. Que es como deben estar las puertas para quien vuelve.

domingo, 19 de septiembre de 2010

IV

“Somos los amores que no fueron” dijo abatido. “Pero también los que serán” añadió ella clavándole sus ojos luminosos.


viernes, 3 de septiembre de 2010

Derecho de réplica

¿Y si Eva hubiera escrito el Génesis?

Seguramente, Eva hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla. Luego, confirmaría que no conoció a ninguna serpiente, ni ofreció manzanas a nadie. Y finalmente revelaría que Dios no le ordenó parir con dolor ni someterse a su marido.

Que todo eso sólo fueron mentiras que Adán contó a la prensa y que después se vendieron como verdad porque no le dieron derecho de réplica.


jueves, 2 de septiembre de 2010

III

“¡Háblame!”, me dijo jadeante. Pero yo mantuve los ojos cerrados.

sábado, 28 de agosto de 2010

II

A pesar de todo, y precisamente por eso, Ella sonrió

jueves, 19 de agosto de 2010

I


Y cuando despertó, Ella todavía estaba allí.


lunes, 31 de mayo de 2010

A TIEMPO


Sí, entiendo tu apremio.
Te lo juro.
Me has dicho que tienes prisa y te lo creo.
De verdad.

Pero sólo te suplico por lo que tanto mendigamos quienes nos negamos a dormir en el mañana: unos minutos más.

Un trozo más de ilusión.
Un saldo de aliento.

Ven, acércate.
Por favor.
Yo también tengo una premura: está en el armónico compás de tus pulsaciones.

Gracias.

Sí, deja ahí tu abrigo y tu bolso.
A mi lado el frío te será un pretexto y el maquillaje un estorbo.
Te lo prometo.

Siéntate aquí, junto a mí.
Regálame un resplandor. Avívame la hoguera de tu presencia.

No, lo siento, no sé qué hora es.
Cuando te tengo cerca, tu aroma es la medida de mi jornada.

El tiempo es corto para quien piensa e interminable para quien desea.

Mira, pensé en ti y compré este vino tinto.
Pues porque es intenso, afrutado, aterciopelado y maduro.
Como tus besos.
Y tu cuerpo.

Me gusta cuando te sonrojas.
Es como si tu intimidad se sublevara agrietando tu coraza y un murmuro de tu alma se escapara.
Y entonces tu rostro irradia una luz encantadora.

¿Ves? Lo volviste a hacer.

Está bien, no te preocupes. Son palpitaciones compartidas.

Pero bebe un poco del vino.
Está exquisito.
Deja que tu paladar sienta su frescura, su robustez, su consistencia.
El vino, como síntesis del tiempo, es para regodearnos en él, no para esclavizarnos.

¿Cómo va? Ah sí, ya lo recuerdo.
“El vino mueve la primavera,
crece como una planta la alegría.
Caen muros,
peñascos,
se cierran los abismos,
nace la alegría”.

Sí, es precioso. Pero no es mío.
Es de Don Pablo Neruda.



Perdóname, no puedo dejar de mirarte.

Estás soberbiamente hermosa.

Me gustas mucho, de verdad.
Lo que es una forma muy abreviada de decir que eres una fiesta para mis sentidos.
Que eres rival de la noche porque sin siquiera tocarme me resumes, me envuelves y me enciendes.
Que cuando advierto tu presencia repiquetean campanas en el cielo, revolotean todas las aves de mi cuerpo y el mundo se convierte en un poema interminable.

Tus ojos son un faro.
Los míos están vaciados en ti.

Estoy enamorado de tu existencia, de tu parsimonia, de tu delicadeza.
De esos soplos de plenitud bordados a tus pliegues que aumentan mi respiración.

Por eso, no entiendo tu apremio, tu celeridad, tu impaciencia.

No, cariño. En el vértigo no se florece.
A pesar de todo, la rapidez es sinónimo de urgencia, de sobrecarga y hasta de superficialidad.

No de calidad antes que cantidad.
No de reflexión antes que reacción.
No de profundidad antes que menosprecio.
No de entrega sincera.
Ni de creación.

Porque el esplendor es hijo de la paciencia procreado en momentos eternizados.

Como una estrella.
El mar.
O una caricia anhelada.

Perdona la cursilería, es un lujo de quienes nos alimentamos de ilusiones.

Es que me ofende que digas que te hace falta tiempo.
Pues porque tienes las mismas horas que tuvo Frida Kahlo, Sor Juana Inés de la Cruz o el rocío que preñó a esta rosa.

Creo que es inútil el insulso afán de almacenar el tiempo en minutos o de expandirlo con apresuramientos.

Las prisas son trampas del tiempo y los relojes sus grilletes.

No, corazón, no es el presente lo que muere en nosotros a cada instante. Es la posibilidad de futuros placenteros.

De un Quizás resplandeciente.
De un Acaso reivindicativo.
De un Tal vez reconstituyente.

Esas añoranzas por venir que, al saberse sin opciones de retroceso, fácilmente mutan en amarguras.

Como lo declamó Antonio Machado: “El hoy es el nunca jamás”.

Y nuestro Hoy, este Hoy, es nuestro Todavía.

Por favor, no dejes que cuando llegue el momento en que se podría haya pasado el instante en que se pudo.
Te lo ruego.

No nos desampares.
Permite que se reúnan dichosamente el tiempo, el lugar y el amor.
Casi nunca lo hacen.

Dame tu mano, esa ala de mi cuerpo.
¿Lo sentiste?
Ese estremecimiento surgido de nuestro roce es el tiempo mutuo que quiere alojarse en tu piel.
Al menos, eso interpretó mi pecho.
Cierra los ojos y lo verás.

No te arredres. Los suspiros se descifrarán solos.

Tranquila.
Recuerda que por más apología de la prontitud que nos circunda, la velocidad del placer siempre le cerrará la puerta al momento del deseo.

Tu cuerpo es un campo de flores en primavera.
Déjame aspirarlas todas, una por una.

Tu cabello es una cascada en la que mis dedos se embarcan y mi semblante se refresca.

Tu rostro es cartografía de lustrosas promesas.
Terso refugio de mis silencios.
Risueña patria de mis sonrisas.

Sí, acertaste.
Es una rosa lo que está viajando lentamente por tu frente, tu nariz, tus labios y tu cuello.

No, no los abras.
Deja que tus parpados sean celosos guardianes de esos atajos a tu alma que suavemente te labran estas caricias.
Ese escándalo de exaltación puede evaporársete por los ojos.

Perdona la holgada insolencia.
Es que tus labios son irresistibles.
Y quise confesarte un secreto por la boca.

¿Cuál secreto?

¿No lo tradujiste?

Te lo diré.

Que quiero demorar esta tregua arando paso a paso.
Volcándome en el abandono de caminar por tu arena.
Recobrándome en tu brisa.

Que quiero postrarme ante el bienaventurado sagrario de tu desnudez.
Admirar el ornamento de tu silueta.
Y postrarme ante la metáfora de Dios en tu cuerpo. (Para eso traje esta rosa como ofrenda)

Que quiero explorar tu geografía para buscarme en tu inmensidad.
Abordar tu silencio más ansioso.
Navegarte con el tierno entusiasmo de un aprendiz.

Que quiero deslizarme en la inacabable exquisitez de tu piel.
Acunarme en su combustión engullendo su vapor.
Escrutar tus rincones más desatendidos degustando el escarceo de su elocuencia.
Sumirme en tu voluptuosidad retozando en su rubor.
Advertir tu apetecida espesura.
Adentrarme paulatinamente en tu acuosa intimidad evocando el paraíso perdido.

Y, por sobre todos los anhelos, que quiero desesperadamente naufragar en tu mar hasta el amanecer.

Estamos a solas.

Y aún estamos a tiempo.

¿Sigues teniendo prisa?

sábado, 20 de febrero de 2010

Del Séptimo piso al Séptimo cielo

Aunque prácticamente no había nadie en la oficina a esa hora, regresé rápida y sigilosamente a mi despacho.
El paso siguiente era el que siempre me ha parecido el más emocionante del proceso: la espera de las reacciones.

Y es que ese día lo había hecho diferente: esa vez no le llevarían un arreglo floral durante el día de trabajo, sino que al llegar a su escritorio, Gema se encontraría con una delicada rosa y un sobre sellado que, reformulando a Cortázar, le propondría:

“Ven conmigo esta noche
no haremos el amor
dejaremos que él nos haga a nosotros”

Tal vez para otros signifique sólo un compromiso o una táctica sexual pero regalar flores a una mujer representa para mí un evento estimulante: ir a comprarlas, escogerlas, pensar en la frase que las acompañaran e idear la forma de enviarlas, son instantes que disfruto al máximo.

Verdaderamente, he llegado a pensar que cuando le regalo flores a una mujer en realidad me concedo instantes emotivos a mí mismo. Como el de esa vez que, muy a pesar de mis disimulos, me causaba sonrisas de íntima complicidad.

Aunque sentí que fue larguísimo, no hubo mucho tiempo de espera.
Veinte minutos después de haber dejado la rosa y su correspondiente nota, sonó el teléfono de mi despacho.

Levanté el auricular.

“Licenciado, es urgente que vaya a la zona de elevadores en este momento”, reconocí la impetuosa voz de Gema. No pude decir palabra alguna pues inmediatamente se cortó la llamada.
Me quedé atónito durante unos segundos pero después sonreí, me puse mi saco y me dirigí hacia donde ella me lo pidió.

Efectivamente, ahí estaba Gema.

Vestía una blusa blanca, una falda negra que no le cubría las rodillas y unos zapatos negros de tacón bajo. Unos aretes y unas pulseras color esmeralda le remataban la vestimenta. Llevaba el cabello suelto y los labios levemente teñidos de carmín. Lucía radiante. Sin embargo, estaba seria.

Me miró solemnemente.

Yo le hice una señal de saludo a la distancia. Ella me pidió que apurara el paso. Segundos después llegué al lado de Gema. No me dio oportunidad de darle siquiera un cortés beso de buenos días: me tomó del brazo y me metió a uno de los ascensores. Ella presionó dos botones, éste cerró sus puertas y comenzó a descender.

Lo que después se convertiría para mí en una de las metáforas de la pasión, iniciaba en ese momento.

Una vez dentro del elevador, Gema colocó uno de sus dedos índice en mis labios, acercó los suyos a mi oreja izquierda, encendió sus pupilas y me susurró pausadamente un “no puedo esperar hasta la noche”.

Una ráfaga de sangre se me agolpó en el vientre.

Súbitamente, mi rostro comenzó a ser humectado por besos suaves que, iniciando en mi mentón, Gema me esparcía pausadamente por mi cara.

El elevador indicó que habíamos llegado al 2º piso y siguió descendiendo.

Haciendo caso omiso al movimiento mecánico que nos envolvía, las manos de Gema me rodearon el cuello al mismo tiempo que su lengua inició un sugerente jugueteo en las comisuras de mi boca.

Yo estaba inerte y atónito.

El elevador indicó el primer piso y siguió descendiendo.

Los dientes de Gema prensaron delicadamente mis labios. Sentí como sus pechos redondos, carnosos, suculentos, se apretujaban en mi cuerpo. Con desmesurada alevosía, ella introdujo su lengua inquieta y húmeda en mi boca.
Sentí una vertiginosa excitación claustrofóbica.

El elevador indicó la planta baja y se dirigió al sótano.

Más como hechizo que como reacción coherente, mis manos titubeantes sujetaron la cintura de Gema.

Entonces, la lengua de Gema se frotó con la mía impregnándome del exquisito sabor de su saliva, ese néctar electrizante que tantas veces me bebí eufóricamente.

Con un resquicio de razón, le balbuceé un apenas perceptible “espera, las puertas del levador ya se van a abrir”.
Ella separó su boca de la mía, sonrío pícaramente y me respondió: “se van a abrir hasta que yo quiera, y eso será hasta que te coma completito, papi”.

Una sorpresiva convulsión me dejó aturdido.

Pero efectivamente, el elevador llegó al piso -1, se detuvo algunos segundos y, sin abrir sus puertas, comenzó a subir hacía el séptimo piso.

Extrañado, expresé un efímero “¿cómo le…?” que ella no me dejó concluir porque sonrió, cerró los ojos y reanudó la desquiciante danza de su lengua con la mía.

Recuerdo perfectamente esa súbita sensación de desconcierto. Es como si la volviera sentir. Pero más recuerdo, y mi cuerpo lo testifica, que Gema no sólo no detuvo la cacería de sus besos, sino que la decidió acompañar con una embocada a mi raciocinio prodigándome caricias incitantes por mi espalda, mis nalgas y mi pene.

En ese preciso momento, un oleaje de estremecimientos me derrumbó las cautelas.
Mi resistencia había sido heroica pero no lo pude soportar más.
Cerré también los ojos, hinqué mi mano izquierda en la nuca de Gema, me aferré de su cintura con la derecha y comencé a saciar en su boca mi necesidad de ella restregando enardecidamente su vientre en la bestia que se despertaba entre mis piernas.

Para mi sorpresa, para mi bendita sorpresa, Gema estaba más hambrienta de mí porque lo que ella hacía no era besarme sino absorberme. Su lengua no se movía en mi boca, la copaba. Sus manos no me acariciaban el pene, le ungían furor.

La espera era sinónimo de ansiedad, las ropas de incomodidad y nuestros cuerpos de una balada sexual en ciernes.

Instintivamente, le desabotoné la blusa y ella me bajó el zipper del pantalón.
Siempre me embriagó tener en mis manos los senos de Gema, acariciarles su contorno, sentir su tibieza. Pero lo verdaderamente enloquecedor era lamer sus aureolas y sus pezones endurecidos, lo cual en ese maravilloso instante disfrute a plenitud porque Gema me amasaba el pene con ese estilo dulce y furioso tan suyo: tocándome el glande con el pulgar y explorando mi grosor con el resto de sus dedos.

Si algo en mi vida me ha puesto simultáneamente al borde de la locura y del vértigo fueron los excitantes preámbulos sexuales con Gema: siempre arrebatadores, nunca redundantes o innecesarios, claramente fueron nuestra prueba fehaciente de que, como lo digo Gide, “lo más profundo está en la piel”.

Y nuestros cuerpos estaban imantados.

Cada evocación de Gema era una lección de erotismo.
Cada cercanía nuestra era una vibrante colisión de átomos.
Cada roce era una profecía de hedonismo.
Cada beso era un trance de júbilo.
Cada abrazo era un trueque de gloria.
Cada acoplamiento era, simple y sencillamente, una reivindicación del paraíso perdido.

Pero en esa ocasión, dentro de los elevadores, fue simplemente la cima de la lujuria, el máximo goce, el abuso del placer, el límite de la locura. Indescriptible.

Llegando al séptimo piso, el elevador se detuvo, quedándose ahí, sin abrir sus puertas, por casi 30 minutos.

De mi cuerpo emergió rabiosamente una insaciable extensión palpitante, un voluptuoso y macizo músculo que Gema manoseaba delirantemente. Fue, sin duda, una de las erecciones más portentosas que he tenido en mi vida, de esas que no se planean, no se piensan, ni se argumentan; simplemente manan naturalmente encarcelando en sí misma al resto de los sentidos.

Y Gema estaba igual.

Mientras le lamía el escote, deje que mis manos se deslizaran por sus caderas, le subieran la falda y se depositaran en su sexo.
Ella estaba empapada.

Del bolsillo de su falda sacó un sobre que ella misma abrió. Segundos después embozó mi pene con látex.

Entendí su mensaje.

Le levanté su húmedo muslo izquierdo, me incliné unos centímetros y dejé que mi glande esponjoso jugueteara con su acuosa vulva. Era un ritual que me gustaba practicarle porque, tal como ella me lo confirmaba, le producía cosquillas en los dientes.

Gema cerró los ojos y emitió un gemido: “ya métemela”, me suplicó compungida.

Le sostuve su pierna izquierda entre mi mano derecha.
Le rodeé la cintura con mi mano izquierda.
Le acerqué mi boca a la suya para lamerle los dientes.
Y la fui penetrando paulatina pero determinadamente, ajando sus paredes vaginales, hasta notar que no podía entrar más en ella.

Gema jadeó.
Yo sentí palidecer.
Ese volver a tocarnos las entrañas fue un momento glorioso.
Un relámpago de júbilo.

El oleaje compartido, estruendoso y llameante, fue custodiado por mordisqueos, zarpazos y resoplidos.

Minutos después, la volteé para arribar a nuestra posición más excitante.
Pero Gema tuvo una idea maravillosa.
Se puso de espaldas a mí, se asió del barandal del elevador y subió su pie derecho a una baldosa del mismo. La imagen fue prodigiosa: las nalgas de Gema se abrieron de par en par mostrándome su vulva jugosa y rojiza.
Fue exquisitamente irresistible.
Así que le tomé las caderas, me ladeé hacia la izquierda y le penetré sin contemplaciones.

Gema se meneó con una desquiciante cadencia zarandeando mi pene con frenesí. Sentí que me exprimía el aliento por lo que, en un alarde de reflejos, le mordí su espalda sudorosa para no desfallecer.

Pero fue irremediable.

Un par de minutos después, un torrente trajo consigo un halo de placentera armonía que se apoderó de mi cuerpo.

Fue un viaje celestial.
Un ungüento de felicidad.
Una catada de nirvana.

Todavía con el regocijo a flor de piel, le agradecí por el momento tan esplendoroso y la volví a besar con arrebato.

Luego de habernos vestidos y secado el sudor, Gema presionó el botón -1. Ambos acordamos que era mucho más seguro salir en el sótano.
Antes de llegar, le pregunté que cómo le hizo para controlar las puertas del elevador.
“Es una falla que tiene. Me enteré de casualidad. Pero no preguntes, tú sólo disfruta”.

Y las puertas se abrieron.



Para ti, Gema, amante eterna en mi memoria pero efímera en mi camino, hoy que se cumplen 5 años de la última vez que te vi.