Él yace en una alcoba sin tiempo ni verdor pero sembrada de minas antirutinas.
Ahí está, intacta, su piel tibiamente acanelada, su fragancia de alelí ajazminado, su sabor a almíbar apulpado. Ahí está Ella, intacta, íntima, invencible.
Noches perfumadas, jugosas y trastabillantes. De sombras otoñales. Pero Ella resguarda en sus muslos, aún húmedos y palpitantes, tersos pétalos con los que rememora los labios de Él. Y suspira con desvelo.
¿Qué maldición recae despiadadamente sobre los amantes que se han separado?
La larga esperanza del reencuentro.