Fulgores cálidos se nos anidaban en cada resquicio de
la piel.
Leves brisas serpenteaban bulliciosas en nuestros
labios.
El agua continuaba en su interminable amasiato con el
cielo.
Ella, sin dejar de asirme la mano, recargó su cabeza
en mi hombro.
Sé que no me agradecía. Me reiteraba lo que soy en su
vida.
Recién habíamos llegado ahí. Aparentemente había sido
sorpresivo pero yo lo tenía bien planeado. Era su cumpleaños, y además su onomástico,
así que decidí llevarla donde Ella había sido dichosa, donde se sentía plena,
donde su corazón se renovaba. El mar.
De repente, Ella se acercó a mi oído y pronunció mi
nombre. Pero no fue una enunciación cotidiana, fue de esas modulaciones que
denotan jirones de entrañas alojadas en la voz. Como cuando estoy dentro de
Ella.
-¿Qué pasa cielo? –Le respondí estremecido por su
cercanía.
-¡Te amo de verdad!
-¿De verdad? ¿Se puede amar de mentiras?
-Jajaja, claro que no tontito. Quiero decir que te amo
con cada átomo de mi cuerpo. Que ya no hay pensamiento donde no estés. Que mi
vida ya no tiene sentido más que el sentido que tú le das al estar conmigo. Que
te amo inmensamente.
-¿Y cómo es eso, mi Rebe? –Le dije mientras sentía
cosquillas refrescantes por la espuma que nos burbujeaba en nuestros pies.
Ella suspiro y miró dentro de sí. Segundos después se
volvió a dirigir hacía mí.
-Mira hacia el mar.
Voltee hacia el manto de agua que tenía enfrente.
-¿Te das cuenta? –Me preguntó emocionada.
-¿De qué? –Le respondí con una pregunta absorta.
-De que por más que lo intentes tus ojos no pueden
abarcar todo el mar. Que por más que te esfuerces tu mirada no sabe dónde está el
límite del mar. Que entonces sólo te queda creer que no hay nada más que el
mar.
-Sí, mi Rebe, me doy cuenta –respondí sobrecogido.
-Pues así es la inmensidad de mi amor por ti.
Y me besó efusivamente.
Kilómetros atrás seguían los cohetes y la música en
honor a la virgen de los mexicanos.
Yo seguí asido de la mano de mi Ella, esperando el
momento oportuno para hacerle el amor y mirar hacia el mar.