lunes, 31 de mayo de 2010

A TIEMPO


Sí, entiendo tu apremio.
Te lo juro.
Me has dicho que tienes prisa y te lo creo.
De verdad.

Pero sólo te suplico por lo que tanto mendigamos quienes nos negamos a dormir en el mañana: unos minutos más.

Un trozo más de ilusión.
Un saldo de aliento.

Ven, acércate.
Por favor.
Yo también tengo una premura: está en el armónico compás de tus pulsaciones.

Gracias.

Sí, deja ahí tu abrigo y tu bolso.
A mi lado el frío te será un pretexto y el maquillaje un estorbo.
Te lo prometo.

Siéntate aquí, junto a mí.
Regálame un resplandor. Avívame la hoguera de tu presencia.

No, lo siento, no sé qué hora es.
Cuando te tengo cerca, tu aroma es la medida de mi jornada.

El tiempo es corto para quien piensa e interminable para quien desea.

Mira, pensé en ti y compré este vino tinto.
Pues porque es intenso, afrutado, aterciopelado y maduro.
Como tus besos.
Y tu cuerpo.

Me gusta cuando te sonrojas.
Es como si tu intimidad se sublevara agrietando tu coraza y un murmuro de tu alma se escapara.
Y entonces tu rostro irradia una luz encantadora.

¿Ves? Lo volviste a hacer.

Está bien, no te preocupes. Son palpitaciones compartidas.

Pero bebe un poco del vino.
Está exquisito.
Deja que tu paladar sienta su frescura, su robustez, su consistencia.
El vino, como síntesis del tiempo, es para regodearnos en él, no para esclavizarnos.

¿Cómo va? Ah sí, ya lo recuerdo.
“El vino mueve la primavera,
crece como una planta la alegría.
Caen muros,
peñascos,
se cierran los abismos,
nace la alegría”.

Sí, es precioso. Pero no es mío.
Es de Don Pablo Neruda.



Perdóname, no puedo dejar de mirarte.

Estás soberbiamente hermosa.

Me gustas mucho, de verdad.
Lo que es una forma muy abreviada de decir que eres una fiesta para mis sentidos.
Que eres rival de la noche porque sin siquiera tocarme me resumes, me envuelves y me enciendes.
Que cuando advierto tu presencia repiquetean campanas en el cielo, revolotean todas las aves de mi cuerpo y el mundo se convierte en un poema interminable.

Tus ojos son un faro.
Los míos están vaciados en ti.

Estoy enamorado de tu existencia, de tu parsimonia, de tu delicadeza.
De esos soplos de plenitud bordados a tus pliegues que aumentan mi respiración.

Por eso, no entiendo tu apremio, tu celeridad, tu impaciencia.

No, cariño. En el vértigo no se florece.
A pesar de todo, la rapidez es sinónimo de urgencia, de sobrecarga y hasta de superficialidad.

No de calidad antes que cantidad.
No de reflexión antes que reacción.
No de profundidad antes que menosprecio.
No de entrega sincera.
Ni de creación.

Porque el esplendor es hijo de la paciencia procreado en momentos eternizados.

Como una estrella.
El mar.
O una caricia anhelada.

Perdona la cursilería, es un lujo de quienes nos alimentamos de ilusiones.

Es que me ofende que digas que te hace falta tiempo.
Pues porque tienes las mismas horas que tuvo Frida Kahlo, Sor Juana Inés de la Cruz o el rocío que preñó a esta rosa.

Creo que es inútil el insulso afán de almacenar el tiempo en minutos o de expandirlo con apresuramientos.

Las prisas son trampas del tiempo y los relojes sus grilletes.

No, corazón, no es el presente lo que muere en nosotros a cada instante. Es la posibilidad de futuros placenteros.

De un Quizás resplandeciente.
De un Acaso reivindicativo.
De un Tal vez reconstituyente.

Esas añoranzas por venir que, al saberse sin opciones de retroceso, fácilmente mutan en amarguras.

Como lo declamó Antonio Machado: “El hoy es el nunca jamás”.

Y nuestro Hoy, este Hoy, es nuestro Todavía.

Por favor, no dejes que cuando llegue el momento en que se podría haya pasado el instante en que se pudo.
Te lo ruego.

No nos desampares.
Permite que se reúnan dichosamente el tiempo, el lugar y el amor.
Casi nunca lo hacen.

Dame tu mano, esa ala de mi cuerpo.
¿Lo sentiste?
Ese estremecimiento surgido de nuestro roce es el tiempo mutuo que quiere alojarse en tu piel.
Al menos, eso interpretó mi pecho.
Cierra los ojos y lo verás.

No te arredres. Los suspiros se descifrarán solos.

Tranquila.
Recuerda que por más apología de la prontitud que nos circunda, la velocidad del placer siempre le cerrará la puerta al momento del deseo.

Tu cuerpo es un campo de flores en primavera.
Déjame aspirarlas todas, una por una.

Tu cabello es una cascada en la que mis dedos se embarcan y mi semblante se refresca.

Tu rostro es cartografía de lustrosas promesas.
Terso refugio de mis silencios.
Risueña patria de mis sonrisas.

Sí, acertaste.
Es una rosa lo que está viajando lentamente por tu frente, tu nariz, tus labios y tu cuello.

No, no los abras.
Deja que tus parpados sean celosos guardianes de esos atajos a tu alma que suavemente te labran estas caricias.
Ese escándalo de exaltación puede evaporársete por los ojos.

Perdona la holgada insolencia.
Es que tus labios son irresistibles.
Y quise confesarte un secreto por la boca.

¿Cuál secreto?

¿No lo tradujiste?

Te lo diré.

Que quiero demorar esta tregua arando paso a paso.
Volcándome en el abandono de caminar por tu arena.
Recobrándome en tu brisa.

Que quiero postrarme ante el bienaventurado sagrario de tu desnudez.
Admirar el ornamento de tu silueta.
Y postrarme ante la metáfora de Dios en tu cuerpo. (Para eso traje esta rosa como ofrenda)

Que quiero explorar tu geografía para buscarme en tu inmensidad.
Abordar tu silencio más ansioso.
Navegarte con el tierno entusiasmo de un aprendiz.

Que quiero deslizarme en la inacabable exquisitez de tu piel.
Acunarme en su combustión engullendo su vapor.
Escrutar tus rincones más desatendidos degustando el escarceo de su elocuencia.
Sumirme en tu voluptuosidad retozando en su rubor.
Advertir tu apetecida espesura.
Adentrarme paulatinamente en tu acuosa intimidad evocando el paraíso perdido.

Y, por sobre todos los anhelos, que quiero desesperadamente naufragar en tu mar hasta el amanecer.

Estamos a solas.

Y aún estamos a tiempo.

¿Sigues teniendo prisa?