lunes, 28 de diciembre de 2009

SEGUNDA OPORTUNIDAD

Hace algunos días estuve en una de las reuniones típicas de las épocas decembrinas.

Había mucha gente y de todo tipo, sobre todo del sexo femenino. No iba con intención de flirteo pero no por ello dejaba pasar desapercibidas a mujeres de mirada afilada, sonrisa sugestiva y cuerpo elocuente, como aquella mujer que sigilosamente no pude dejar de contemplar durante toda la noche.

Ella tenía el cabello rubio tostado, los ojos de un azul penetrante, la nariz discreta, los labios comedidos, el pecho distinguido, las caderas atractivas y una presencia certera, como una vereda en un bosque otoñal. Calculo que tenía alrededor de 45 años, por lo que era de una belleza madura, de esas que son cautivadoras.

Como suele suceder, luego de algunas dosis de vino, cerveza y vodka, el ambiente fue calentándose.

El círculo de conversación masculina en el que me encontraba no estuvo ajeno a la calidez del entorno, así que los temas comenzaron a subir de tono y, como es obvio, comenzaron a centrarse en las mujeres. De repente, uno de los integrantes soltó a los demás una pregunta directa con aires de machismo: ¿tetas o nalgas?

Dado el inicio de la ronda, yo sería de los últimos en hablar. Al llegar mi turno de respuesta el resultado era un empate, así que tal vez yo inclinaría la balanza. Sin embargo, al tomar la palabra mi respuesta fue: “una mujer que haga apetecible ambas opciones”. Entre las expresiones de asombro y mofa de mis interlocutores, agregué un “nada como que el placer sea íntegro y sea previo a un desbordado deseo”, mientras esbozaba una pícara sonrisa, le daba un sorbo a mi copa de vino tinto y miraba por enésima ocasión a unos 15 metros de distancia, donde estaba aquella mujer hechizante.

La conversación siguió su derrotero natural hasta encallar en los tópicos relatos de experiencias sexuales donde los narradores son los protagonistas de momentos sumamente ardientes, muchos de ellos en lugares peculiares y con dos o tres mujeres bellísimas y al mismo tiempo.

Como también me suele suceder, llegada la conversación a ese momento yo ya no suelo participar debido a tres razones. La primera porque yo no he tenido relaciones sexuales en lugares extravagantes (como en un tren, en un avión o en un bosque, como lo relataron algunos en la reunión) –mi lugar más extravagante se remite a un elevador-, ni tampoco han sido con más de una mujer a la vez. La segunda razón es porque mi concepto de erotismo se vincula a la atmósfera que se recrea de mi intercambio emocional (previo) y el carnal (posterior) con una mujer deseada, momento que me es prácticamente imposible de rememorar de forma hablada. Como buen amante de las palabras, necesito de tiempo, intimidad, lápiz y papel para recrear decorosamente los momentos sensuales deliciosamente degustados. Y la tercera es que no me gusta referirme a esos momentos como trofeos, medallas o diplomas, sino como respiros: instantes que oxigenan el corazón, alimentan el alma y extienden la vida.

Así que, sin dejar de divisar a la mujer inquietante, mejor me quedé callado.

El tiempo se desgastó entre desvaríos lingüísticos, conatos de altanería y desaguisados al buen gusto. Desafortunadamente, yo tenía otra cita con otros amigos por lo que ya no podía seguir presenciando tan comunes, pero no por ello inadvertidos, comportamientos sociales.

Así que comencé a preparar mi salida despidiéndome de la gente conocida y los anfitriones. Para mi fortuna, uno de estos últimos, mi amigo Milton, estaba charlando momentáneamente con la mujer que no dejé de vislumbrar durante la velada. “Por lo menos sabré su nombre”, dije para mis adentros.

Y efectivamente lo supe: se llamaba Lena, me lo dijo añadiendo un “nice to meet you” a un beso y una sonrisa cálida. Tenía el tiempo encima por lo que no pude conversar más con ella. Le repetí el beso, el “gusto en conocerte” y me despedí ofrendándole lo que sentí que fue un rostro de malogro resignado aderezado con gestos de acaso.

Salí del lugar reprochándome mi tardanza e implorando por una segunda oportunidad.

Hoy recibí una llamada. Era de Milton quien, además de saludarme, desearme un buen viaje y un mejor año nuevo, me platicó que Lena le preguntó más sobre mí.
Y hoy ya sé más sobre ella.
La segunda oportunidad será en un par de semanas. Ahora parto para España.

jueves, 15 de octubre de 2009

ES TAN FÁCIL

Hurtarle minutos de desenfreno a la evolución
cegarse con escandalosas ráfagas de pasión
renacer en una ardiente combustión
Tan sólo es preciso
una persona dispuesta
tres cucharadas de sed
dos pizcas de ternura
una fuerte dosis de abandono
y servir todo ello en la olla de la soledad
mezclándolo vigorosamente

Sí, es tan fácil

Lo verdaderamente complicado
es rememorarlo con justicia
no por olvido
o exageración
sino porque la memoria quiere ser
demasiado precisa

jueves, 3 de septiembre de 2009

SUS OJOS AL RESCATE

Ahora que lo rememoro, ya puedo sonreír.
Pero en ese momento fue confuso e inquietante por ser sorpresivo.

Pasadas las 11 am del miércoles anterior, recibí una llamada telefónica que me obligó a salir de mí cubículo para ubicarme en la entrada principal del edificio. Tal como me lo solicitaba, le narré a mi interlocutor los pormenores del evento pasado y acordé almorzar con él la siguiente semana. Cinco minutos después, di por concluida la llamada.
Me guardé el teléfono en la americana y me dispuse a retornar a mis labores académicas.

Entonces sucedió.

Abstraído en mis pensamientos, no me percaté de su proximidad hasta que una ráfaga de sangre me recorrió súbitamente por todo el cuerpo dándole un latigazo a mis sentidos.
Y entonces razoné sobre su presencia.
Ella, mi entrañable Ella, estaba a sólo dos centímetros de mí, queriendo pasar por la misma puerta por la que yo también lo intentaba.

Llevaba el cabello suelto. Unos vaqueros grises le entallaban las caderas y una chaqueta oscura le abrigaba el pecho. De su hombro izquierdo colgaba un bolso negro. Su mano derecha sostenía un vaso desechable.
La verdad es que, a excepción de mis fantasías, nunca antes había estado tan cerca de su cuerpo.
Debo decir que de cerca Ella era diferente a como mis ojos la habían escrutado afanosamente: su piel era más madura y clara, su cuerpo más compacto y su estatura más pequeña. Pero seguía siendo arrebatadoramente atractiva a mis ojos.

Reconozco que creí haberla olvidado luego de casi cinco meses de no verla. Pero no. Fue sólo uno de esos autoengaños –anestesiante de emociones- que me receté cuando la última vez que la vi estaba con un hombre al que todas las señales me indicaron que era algo más que su amigo.

No, no la había olvidado.
Porque en ese momento galoparon en mi interior una tropa de caballos desbocados que me impidieron reaccionar ante su presencia. Y es que no chocamos, fue algo peor: nuestras manos se rozaron.

Hubiera querido sonreírle pero no pude. Mi contacto visual con Ella se limitó a un rostro titubeante, una voz reseca y un paso hacia atrás.

Pero el milagro aconteció: Ella se sonrojó.

Sus gestos denotaron sorpresa y timidez. Sus manos se movieron desesperadamente y dio dos pasos hacia atrás.

Mis nervios no cesaron pero fueron iluminados por una certeza: no le soy indiferente. Su lenguaje corporal, esa evidencia de euforias a la que siempre trato de estar atento, me lo confirmó.

Una mueca, hija de la satisfacción y prima lejana de la sonrisa, se postró en mi semblante.
Con mi mano derecha hice un gesto de dejarla pasar primero.
Ella asintió. Pero antes de pasar por la bendita puerta me regaló una mirada inolvidable.

Una mirada como sorbo de intimidad.
Puente de rosas.
Guiño de éxtasis.

Respiré profundamente y me embriagué de la celestial sacudida de mi cuerpo. Un minuto después, regresé a mi cubículo pero seguí pensando, y aún no dejo de hacerlo, en mi furtivo reencuentro con Ella.

Sobre todo, no dejo de pensar en mi más reciente descubrimiento: que para salir de la inmensidad de la melancolía a veces hay que perderse en otra inmensidad, en la de los ojos de una mujer deseada.

martes, 18 de agosto de 2009

SEÑORA DE OJOS PROFUNDOS

Hoy fue diferente, señora de ojos profundos.
Debo aceptarlo.

Y es que a pesar de todo, recuerdo perfectamente que otras veces tus visitas inesperadas encendieron mis sentidos y azuzaron mis desvaríos.
Que verte cruzar por mi puerta con tu paso desgarbado y tus gestos indescifrables era el pistolazo de salida para correr desaforado a tu encuentro.
Que tu cuerpo cerca del mío era arcilla en manos de alfarero.

Palabras nuevas en pluma de poeta.
Ciervo en olfato de tigre.

Que no te daba respiro: te ponía contra la pared, te abría las piernas y arrinconaba tus resistencias con mi aliento.
Desabotonaba mi imaginación y me postraba desnudo tras de tu espalda.
Olía tu cabello, ensalivaba tu lóbulo izquierdo, te mordisqueaba el hombro derecho.
Metía mis manos por los costados de tu cintura y te apretujaba los pechos.
Arrejuntaba mis caderas a tu cuerpo y ensartaba mi erección en la curvatura de tu trasero.
Te restregaba mi extensión con la paciencia de un hambriento al engullir una hogaza de pan.
Invadía tu trinchera colando mis manos por alguna rendija de tu ropa. Dejaba que mis dedos obraran en tu piel como fósforos en hierba seca.

Te subía la falda.
Te bajaba las bragas.
Entraba en ti.

Me movía sin concesiones. Sin reparos. Sin miramientos.

Siempre teniéndote contra la pared.

Te lamía el cuello.
Te jalaba el pelo.
Te rasguñaba la espalda.
Te metía un dedo en la boca.
Te hurgaba en tu vulva.

Concebía muecas, sudores y gemidos.

Me dejaba ir en ti para que tú te fueras de mí.


Pero hoy fue diferente, señora de ojos profundos, porque me siento triste y abatido.
Hoy, fuiste tú quien me poseyó.

Porque hoy me hundí en la inmensidad de tu mirada, Melancolía.

jueves, 30 de julio de 2009

UN MUNDO NUEVO

Batalla feroz de átomos espoleados por una súbita promesa.

Verbos como desiertos.
Miradas como océanos.
Sigilos como selvas.
Palpitaciones como volcanes.
Cuerpos como labrantíos.

Derrota recíproca en una combustión de porvenir.
Quiebra bilateral de asideros.
Rendición mutua de albedríos.

Disparo de locura.
Bofetada de paraíso.
Torbellino de alas.

Desvelo de secretos.
Balada de incógnitas.
Desafío de inspiraciones.

Roces de almas.
Guiños de éxtasis.
Caricias de destino.

Definición de intimidad.
Argumento de humanidad.
Envidia de eternidad.


El universo en un instante.

Es un beso dado a solas a una mujer deseada.


“Un mundo nace cuando dos se besan”. Octavio Paz

sábado, 20 de junio de 2009

ENCUENTRO

Para Sara, arquitecta de puentes y artesana de espejos.

Sientes una ligera ráfaga de aire detrás de ti que te bate el cabello.
Soy yo, que sigilosamente he llegado hasta ahí donde me estás leyendo.

Te miro sentada como quien comprende lo etéreo al cerrar los ojos.

La armoniosa fusión de tus hombros con tu cabello inicia un relato sobre la belleza que el reverso de tu silueta custodia celosamente.

Sé que titubeas, dudas y te entristeces como si de respirar se tratase.
Lo entiendo y lo respeto.
Pero no puedo evitar que en mi sangre galope el impulso de llevar mis manos a tu cuerpo y mis palabras a tu intimidad. Es lo trágico y lo grandioso de las relaciones humanas.

No has virado el rostro pero el aumento de tu respiración me da la frágil certeza de que tu inmovilidad significa aceptación y expectativa. Es la sublimación de mis anhelos recónditos.

Doy un paso.
Sigues inmóvil.

Doy otro paso.
Sigues inmóvil.

Mi pecho sólo se distancia de tu espalda por el respaldo de tu silla.
Sigues inmóvil.

Respiro inquietantemente.
Sigues inmóvil.

Acerco mis manos a tu cabello.
Mis dedos fluyen dócilmente por la cascada de tus cabellos hurgando su textura, ajando su complexión, retocando su orden.
Un cosquilleo se propaga minuciosamente por tu cuerpo.

Los poros de tus brazos han hecho erupción.
Hemos coincidido en la más noble flaqueza de la conciencia.

Guío mis labios a tu cabello.
Los besos que le esparzo trazan una escalera que me conduce al despeñadero que emerge de tus oídos. Esa parte de tu cuerpo ha vivido en amasiato con la sombra de tu cabello; por eso, la aproximación de la rugosa curvatura de mis labios te produce un amago de estremecimiento.

Como sutil oferta, has inclinado levemente tu cabeza.

Mis labios humectados aceptan el convite recorriendo con suave cortesía el refinado contorno de tu cuello.

Has cerrado los ojos para que esa sensación que te visita no se te salga por ninguna parte del cuerpo.

Tu piel es tersa, tibia, dócil, llevadera… es como caricia de sol en frontera invernal.

Aparco por un momento mi boca en tu oído y te susurro una agitada respiración como poema en ciernes.

Tu mano izquierda alcanza mi mejilla.
Las mías se sostienen del arqueo de tus hombros.
Tu corazón presiente frenesí.
El mío te golpea la espalda.
Hemos concebido un vínculo de caricias. Parecido al de nuestras palabras.

Mis labios no cesan en su empeño de escrutinio y, haciendo imprescindibles escalas en tu frente, tus ojos, tus mejillas, tu nariz y tu mentón, te desperdigan besos tenues en el rostro.
Cada beso sembrado es regado con gestos tuyos a manera de destellos de éxtasis. Tu semblante es pretexto de osadía y promesa de embeleso.
Estamos aprendiendo a volar juntos.

Las mutuas lecciones progresan cuando mi mano izquierda sostiene tu mejilla y me muestra unos palpitantes labios que no resisto en saborear.
Mordisqueo los bordes de tu boca. Chupo la comisura de tus labios. Mi lengua se enreda en la tuya. Tu saliva es electrizante, exquisita, adictiva.

Comprendo entonces que el principio básico de la comunicación humana reclama tanto sentidos ágiles y gozosos como dos personas dispuestas a sabotear las certezas propias.

Nuestras manos en nuestros cuerpos rememoran la pericia prehistórica de encender hogueras.
Tu respiración y la mía han conspirado para insubordinarse juntas.
Un fulminante motín de latidos alborota mi piel y enciende mi sexo.

Tu arrobamiento, tu agitación, tu entrega, son un curso intensivo de otredad que me ilustran el modo en que la conciencia erótica nos hace tomar posesión del mundo. Que trascender es fundir en sacudido vaso comunicante lo que originalmente parecía distinto. Que el hoy es el nunca jamás. Que la historia humana se reinicia cuando dos amantes se entregan con devoción a rescatar el olvidado paraíso.

Tus besos son el encuentro que corona una extensa búsqueda.

En ese mutuo aprendizaje, en esa derrota común, es esas concesiones compartidas, nuestros cuerpos se han liberado de sus ataduras en forma de ropajes y ahora corren, gritan y brincan en ese apogeo de los sentidos que es descubrirse recíprocamente desnudos.

Para amar, primero hay que conocer. Y nuestros cuerpos, libres de nuestras conciencias, se indagan con el lenguaje de las manos, se reconocen en el acueducto de los sentidos, se perciben con la gramática de la piel, se confiesan en la audiencia de los estremecimientos, se entienden, se distinguen, se vislumbran con las caricias que nos prodigamos.

Ardemos en deseos de satisfacer en el otro nuestro más íntimo anhelo de conocimiento. Si escribir es desafiar convencionalismos, hacer el amor es erigir monumentos a la rebeldía. Sabedores de eso, somos devotos peregrinos que recorremos y acampamos en los pliegues de nuestros cuerpos.
Y nuestras manos, profusas de insurrección, esculpen con disciplina, preocupación, paciencia y fervor las benditas sensaciones que satisfacen plenamente todos nuestros sentidos.

Acechamos al arrebato propagándonos secretos y propuestas.
A punta de zarpazos desmoronamos vacilaciones.
Entramos poco a poco, despacio, sutiles, acompasadamente, en nuestras fibras más sensibles.
Un desquiciado vaivén nos hace danzar en torno a nuestro fuego genital.
Bebemos el manantial de miel que nos brota del cuerpo.
Masticamos la hogaza de nuestra piel.
Engullimos el jadeante vaho de los poros.
Saboreamos el majestuoso instante de nuestra coincidencia emotiva.

Por eso, nos acometen sacudidas, nos abrigan escalofríos, nos evaporan sudores, nos desalojan los flujos.
Por eso, la insondable vibración de todos nuestros átomos.

Nuestra fusión es interés supremo por el placer mutuo, es destierro de narcicismo, es baño de humildad y tributo de solidaridad.
Es comprender la historia humana con un abrazo.
Es anverso y reverso de epifanía inapelable.
Es un estar endiosado.
Es la creación y poblamiento de una patria filantrópica.

Es decir tu nombre como bendición.

Pero por sobre todas las cosas, las reales y las deseadas (y las que nunca sucederán), es tenderte un puente para que las debilidades de nuestro espejo procreen apasionadamente una nueva fuerza que crecerá al amparo del encuentro de nuestras palabras exorcizadas de soledad.

Como esta entrada, escrita a solas exclusivamente para ti.

martes, 26 de mayo de 2009

ESPANTAPÁJAROS SABATINO

Me sucedió el sábado pasado.

Llegué a ella… Bueno, ella llegó a mí como acontece la felicidad: inesperadamente.

Ya debía saberlo. De tanta búsqueda, tanta exigencia, tanta espera, tanto y con tanta desesperación, lo único que se obtiene son noches de desanimo y asomos de fracasos.
Así que las últimas tres semanas se me diluyeron en sonrisas confusas, miradas huidizas e impericias propias de quien ha perdido aptitudes para acercarse a una mujer desconocida.
Lo aceptó sin pudor: me siento más cómodo frente a una hoja en blanco que frente a un rostro femenino ajeno. Sobre todo, si este es luminoso.

Por eso, este sábado decidí que canjearía las afanosas pesquisas de resquicios amatorios por algo más simple pero menos incierto en la noche salmantina: una buena bebida, con música agradable y un amigo al lado.
Sin duda, era un plan suficiente para estar sereno.
Y lo fue, hasta que la vi.
O tomé conciencia de que ella me miraba porque, por más que se crea, se presuma o se afirme, un hombre no escoge a una mujer, es ella quien nos escoge a nosotros.
Y ella ya me había escogido a mí, eso me quedó claro después.

Pasaba de la 1 am. Mi amigo y yo ya habíamos bebido un par de cervezas en el mismo número de bares del mismo estilo irlandés. De hecho, ya habíamos pensado regresar a casa pero al pasar por ese lugar, otrora repleto, y verlo semi vacío, decidí que entráramos para tomar “la última de la noche”.
Era obvio que buscaba rincones solitarios para deleitarme con mi tranquilidad elegida.
Iluso de mí.

Regodeándome plenamente con mi retraimiento, elegí beber un Baileys y dirigirme a uno de los espacios más alejados del lugar, un estrado cubierto por un barandal.
Nos sentamos plácidamente en dos sillas que estaban ubicadas por ahí.
Como era lógico, mi amigo y yo charlábamos muy a gusto sobre fútbol. Con la firme atención que le era merecedora, cada uno defendía el estilo predilecto y sus máximos exponentes. El 3-5-2 o el 5-3-2, por más que se parezcan, tienen tantas diferencias como amantes y detractores tiene ese popular deporte.
Por eso, no la distinguí. Quiero decir, por eso no me percaté de que ella me miraba insistentemente.
Recuerdo haber volteado un par de veces hacia enfrente y arriba. No resultaba difícil hacerlo pues la estructura de un bar con dos niveles y balcones no pasa desapercibida.
Pero no destaqué su presencia por sobre el resto del mundo. En ese momento, yo seguía desconectado del sector femenino. Ella tenía otro plan para mí.

Mi amigo decidió ir al baño, el cual estaba situado precisamente en la parte alta del lugar. Sorbí un poco de mi bebida y, casi como si en su inconmensurable labor de amigo me lo gritara, miré como pasaba al lado de ella.
Y entonces sucedió.
Una ráfaga de sangre se disparó sobre mi vientre. Ella me miraba fijamente con esa mirada que las mujeres ofrendan cuando nos susurran su existencia a nuestras entrañas. Una mirada feliz y felina que ya había sido descifrada en mi interior.
Aun así, no lo creí.
Bajé la mirada y volví a tomar de mi bebida. Volteé al lado izquierdo. Volteé al lado derecho y volví a poner mis ojos en la misma posición de enfrente y arriba. Ella me seguía mirando, pero esta vez dirigió sus ojos a la amiga que la acompañaba, con quien conversó algunas palabras. Tal vez un “¡por fin se dio cuenta!” o un “¡encima de tonto asustadizo!”. Eso ya no lo supe después.

Como buen hombre valiente, inmediatamente que mi amigo volvió le conté de semejante acontecimiento y le añadí (con voz temblorosa, eso sí) un “¿me lo imaginé, verdad?”
Él con la ortodoxia y sutileza propia de un colega de pesquisas, volteó hacia el frente dejando su cuello en posición vertical, pero movió descaradamente los ojos hacia arriba.
Yo me hundí en mi agónico Baileys.

Un minuto después, mi amigo se dirigió a mí y expresó un “pues sí, tío, está volteando para acá” Y remató con un lapidario “pero no te hagas ilusiones, tal vez me está mirando a mí”.
Haciendo alarde de mi amistosa ironía solté un “¡ja, sí como no, si eres más feo que un juego del Real Madrid con el Barcelona ya campeón!” Él, tan merengue y digno, me soltó una mirada que me alertaba sobre la inmediata posibilidad de perder aliados. Así que agregué, “que sí, que sí, que tal vez sea a ti”.

Entonces tuvimos un ingenioso plan. Yo iría a comprar otro par de bebidas y mi amigo comprobaría el interés de ella hacia él.
Al volver con las nuevas bebidas, me lo confirmó: “pues sí que tiene mal gusto la tía, parece que te busca a ti”.

Volví a voltear hacia el código “segundo balcón a la derecha” y ella seguía con sus ojos como espadas. Entonces, me sumergí otra vez en mi escudo de licor irlandés. Repetí la jugada como cinco veces más.

Ella se cansó de mi indecisión (eso sí lo supe después), así que bajó junto con su amiga para sentarse en una diminuta mesa que estaba a poco menos de 10 metros cerca de donde nosotros estábamos intentando diseñar profundas estrategias para que yo le dijera un efectivo “hola”.

Al verla bajar y sentarse en su nueva posición, mi corazón comenzó a golpear vigorosamente en mi pecho. No exageró si afirmó que estuvo a punto de salírseme.
Sin embargo, no encontrábamos la estrategia adecuada. Bueno, no encontraba la forma de caminar hacia ella sin tropezarme con algo, incluso con mis propios pies.

Entonces, su amiga se levantó de la mesa para ir al baño.
Era el momento, todos lo supimos.
Con manos sudorosas y voz vacilante le dije a mi amigo, “pues voy”. Bueno, lo dije para convencer a mis pies, es la verdad.

Pero no funcionó. Mis pasos eran una extraña combinación de movimientos de tango y pisadas de borracho. La culpa era de mi estómago: lo que sentía no era mariposas, sino murciélagos hambrientos.

Pero llegué hasta su mesa. Eso era lo más importante y ya lo había conseguido.
Ahora sólo esperaba que la memoria no me fallara y que todas las palabras que me había repetido en los últimos 10 minutos siguieran ahí.

Llegué a su mesa. La miré y ella me prodigó una delicada sonrisa. Yo me senté rápidamente enfrente de ella.
Todavía tenía en la memoria mi fragmento favorito del poema “El espantapájaros” de Oliverio Girondo. Así que mi voz le citó:
“Me importa un carajo que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas.
Un cutis de durazno. O de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportar una nariz que ganaría el primer premio en una exposición de zanahorias.
Pero eso sí.
Y en esto soy inflexible.
No les perdono, bajo ninguna circunstancia, que no sepan volar.
Si no saben volar, pierden el tiempo conmigo.”

Ella me miró extrañada y me respondió: “What?!”

Yo hubiera querido salir corriendo.
O que la tierra me tragara.
O…
Pero ella soltó una risa armoniosa que acompañó con un “¿Qué tú dijiste, perdónalo podrías decirlo otra vez?”
Su acento era inconfundible. Así que le dije “You didn´t understand nothing that I said you, Did you?
Estaba en lo cierto, ella no me había entendido.
Sonreímos juntos.

Sus ojos eran grandes y de color esmeralda. Sus pómulos acompasaban una larga cabellera lisa. Sus labios eran rivales de las almendras. Pero, por sobre todas las cosas, yo tenía razón: su rostro era luminoso.
No era especialmente bella, pero emitía una fulgurante luz propia.

Le advertí que mi inglés era precario. Ella confirmó que su español era “no bueno”. Traté de darle una nueva oportunidad a la poesía, así que le maltraduje “El espántajaros”. Cuando iba a la mitad, su amiga volvió. Su pícara sonrisa me notificó que su ida al baño había sido premeditada. En ese momento, mi amigo también apareció. Los cuatro charlamos “spanglish” durante un rato. Minutos después, le pregunté a Natalie si quería algo de beber y le impuse un “come with me”.

Dejamos a nuestros amigos solos.
Bueno, más bien huimos de ellos. Pero ellos también huyeron de sí mismos, porque ni bien habían pasado 20 minutos cuando primero vino Cheng a despedirse y luego lo hizo mi amigo. Se fueron cada quien para su casa. Ya se sabe que lo que la naturaleza no te da, esta ciudad no te lo presta.

Pero nosotros estábamos contentos. Nos habíamos encontrado y eso era motivo de celebración. Vale decir, de sonrisas, jugueteos y roces. Hasta que dos cervezas después, la saliva de Natalie me endulzaba el acre sabor de la cebada que conservaba mi paladar. No hubo ningún asomo de culpa: su novio estaba en el otro lado del Atlántico. Por eso, sus besos me supieron a celestial complicidad, a gozosa libertad, a transgresión de convencionalismos.

No podíamos seguir ahí, la intimidad reclamaba nuestra presencia. Así que fuimos a mi casa que está a unos cuantos metros del lugar. Salimos prendidos de los labios ajenos y entramos a mi casa de la misma forma.

No fue necesario encender la luz.
La oscuridad fue copartícipe del júbilo que me recorría por besar, rozar y estrechar a Natalie, mujer de rostro luminoso, a solas.

Hubo un momento, ese momento, en que mi aventurera lengua hurgó en algún rincón especial, porque Natalie emitió un conmovido suspiro que me obligó a abrazarla con mayor arrebato.
Así supe que no era el único: su corazón también le azotaba el pecho.

Entonces, la mano de Natalie se acercó a la curvatura que emergía en mi pantalón y comenzó a restregarla. El momento fue fragante.

Sin dejar de mordisquearle los labios, yo la comencé a recostar despacio en mi cama.

De repente, Natalie intentó quitarme la ropa desesperadamente. Yo me acerqué a su rostro y le susurré al oído “please, let me do it. Trust me”. Su aliento dejó escapar un ligero “ok”, y ella llevó sus dedos a enredarse en mi cabello.
No la vi, pero estoy seguro que sonrió.

Comencé besándole la frente. Oliéndole el cabello que, a pesar del humo del cigarro impregnado, desprendía un aroma a manzanilla. Ella me besaba el pecho.

Luego, dejé que mis labios reconocieran las facciones de su cara, que se hundieran en la cavidad de sus ojos, que ascendieran la colina de su nariz y que se enclavaran en la jugosa e imperdible hendidura de sus labios.
Su boca era embriagadoramente rica.

Ambos transpirábamos excitadamente.

Mis manos transitaron de sus delicadas mejillas a la curvatura de sus hombros y se dirigieron a la ansiada elipse de su busto. Sus pechos se sentían substanciosos.
Ya no se podía más, pero mi pene recibió otro vendaval de sangre.

Natalie se levantó la blusa y se quitó el sujetador.
Ante mí emergieron dos suculentos senos que tomé delicada pero afanosamente entre mis manos, no dudando ni un segundo en degustar. Natalie gimió.

Minutos después, continué con mi delirante peregrinar lamiendo las costillas, el vientre y el ombligo de Natalie. Mi lengua pudo sentir su piel erizada.

Esta vez quise hacer el trabajo por mí mismo, así que desabotoné los vaqueros de Natalie y, al mismo tiempo, le despojé del resto de su ropa interior. Todo fue tan lentamente ejecutado, que aun me sigue pareciendo un momento muy sensual.

Sentí sus piernas torneadas y sus caderas anchas. Mis manos le recorrieron los muslos prodigándole caricias a raudales. Mis dedos se embadurnaron de un líquido viscoso que yacía cerca de su entrepierna.

Le mordisqué un dedo del pie, le relamí la pantorrilla derecha y le besé su rodilla izquierda. Luego, envié mi boca hacia su destino final.

Su vulva humeante palpitaba.

Le di un sonoro beso. Sus pequeños vellos me picaron un poco la nariz pero no me dejó de parecer excitante. Toqué su piel íntima con mis dedos pulgar e índice de ambas manos para abrirle paso a mi lengua. Luego, la introduje despacio, dejando que la piel de Natalie se estremeciera con su rugosidad, hasta que encontré su diminuto montículo, el cual estimulé acompasadamente con la punta de mi lengua.

Natalie llevo sus manos a mi cabeza, la empujó sobre su cuerpo y dijo un agitado “don’t stop!”.

Yo seguí.

Mis dedos palpaban delicadamente su piel mientras mi lengua chupaba su interior. Me estaba dando un festín.
Luego, le friccioné sus paredes vaginales con mis dedos al mismo tiempo que le lamía con mayor urgencia. Ambos nos estremecimos.

Natalie explotó.
Bramó algo en su idioma materno.
Cruzó las piernas.
Se llevó las manos al rostro.
Yo le acaricié las caderas, le volví a besar los senos y me recosté encima de ella.

Aun recuerdo el gemido de Natalie y se me vuelve a endurecer el pene.

Minutos después, me introduje en ella pausada pero ardientemente.
Cuarenta minutos después, luego de caricias, besos y sudores intercambiados, fui yo quien recostó la cabeza en su pecho para reponerme de la detonación interna.
Mientras tanto, los dedos de Natalie se deslizaban por mi espalda.
Ambos volamos.

Estuve dentro de ella tres veces más.
La recorrí decenas de veces más.
La besé cientos de veces más.
Hasta que tuvo que irse el domingo a mediodía para preparar sus maletas.

Su curso de español había terminado y ella salía el lunes a un paseo por el resto de España que seguiría en Francia y culminaría en Italia para después regresar a su país natal, el de las barras y las estrellas.

Ella se fue, como se va la felicidad: dejándonos una sonrisa en los labios.

Decidimos no intercambiar ningún dato de contacto.
Preferimos dejar que esas placenteras horas que compartimos volvieran a nosotros cuando necesitemos de un espantapájaros que nos haga volar cualquier sábado por la noche, cuando volvamos a estar a solas.

viernes, 24 de abril de 2009

CELO

Es una punzada en mi bajo vientre que se convierte en un incesante palpitar de mi pene.
No lo puedo evitar.
Ni tampoco lo quiero. Demasiada razón arrincona a la parte animal, y ya se sabe como embiste una fiera acorralada.

Pero es que es tan irresistible como inquietante. Tan ofuscado como vehemente. Tan desordenado como febril.
Debe ser el calor español, el ambiente primaveral, el cambio de aires, o todo eso, o nada de eso, pero tengo el esperma urgente.

El esperma, y las piernas, y el torso, y las manos, y los labios, y…

Y las fantasías, claro.
Ellas se han convertido en unas mujeres, mis mujeres, que nunca se rinden. Podrán tenderse en el lecho de la espera. Inclusive, a veces podrán exasperarse con mensajes que se arrogan el derecho de juzgarlas, y otras veces se excitan con mensajes privados, pero siempre, siempre siempre, vuelven a mí para chuparme la atención y masturbarme la imaginación cuando estoy a solas.

Como ahora, que estoy desnudo y recostado.
Miro mi cuerpo, ese aliado de bronce que me ha prodigado tanto placer a raudales, y lo veo enérgico, pujante, indomable, ávido de una mujer. Estas piernas torneadas reclaman unas piernas tersas para danzar entre ellas. Estas manos desean un cabello que acicalar, un rostro por el cual deslizarse, unas curvas para ajar. Estos labios solicitan otros labios para beber de ellos. Y un rinconcito íntimo para encontrar el punto de explosión.
Pero, sobre todo, este pene, esta ardiente carne tiesa y rojiza que, mientras la sostengo entre mis manos, se va rellenando de mis palpitaciones, clama a gritos por una mujer que no rehúya de unos besos prolongados, unas caricias profusas, ni del placer de un momento eróticamente gozoso.

Estoy en celo.
Y una mujer lo constatará. Será hoy o mañana, pero será.

martes, 14 de abril de 2009

POSICIONES FAVORITAS II (RECUERDOS DE OFICINA)

Esta es deliciosa (me recuerda mis días de oficina).

Ingredientes: Una mujer deseada y un escritorio (una mesa también puede servir). Si se le añade unas gotas de adrenalina (como la posibilidad de ser descubierto por tus compañeros de trabajo) la pasión hierve más rápido.

Sírvase con: vino, rosas y música de jazz o blues.

Preparación:

Una vez mezcladas las necesarias miradas, los imprescindibles besos y las inaplazables caricias, hay que comenzar a desvestir poco a poco a la mujer deseada.
Es necesario hurgar la ropa con la misma devoción del creyente hacia sus altares. La ropa, sobre todo la de la mujer, no es obstáculo ni objeto secundario, es aquello que cubre lo que se adora y, por lo tanto, es parte de la religión del hombre.
Hay que admirar, oler, palpar y lamer la ropa de la mujer deseada mientras se le despoja de ella; eso siempre será un prometedor preámbulo de frenesíes.
Porque luego, la espera vale la pena: para el deleite propio, se asomará el cuerpo al natural de nuestra mujer deseada. Es decir, un cuerpo franco, tímido, titubeante, cálido y húmedo. Un hermoso cuerpo no para hacerlo nuestro, sino para hacernos en él.
Hay que afilar el olfato.
Llevar la boca los rincones más inhóspitos.
Acariciar. Tantear. Rozar. Nunca golpear (sólo un imbécil maltrata algo tan hermoso).
Porque si se hace lo correcto (con tiempo, delicadeza y fervor), los cinco sentidos de la mujer deseada la obligarán a estar en el punto de ebullición.

Entonces, ha llegado el momento.

Con certera sutileza, hay que dirigirse a su hendidura más íntima. Hay que deslizar los dedos entre ese jugoso resquicio, impregnándolos con su viscoso néctar. Luego, con el dedo pulgar y el índice hay que separar esas diminutas alas de mariposa. Surgirá un primoroso montículo. Hay que llevar la lengua a esa diminuta fruta y lamer su rugosidad. Hay que darse un festín hasta que la mujer deseada pida jadeantemente entrar en ella. No hay que hacerlo inmediatamente, hay que esperar un par de minutos más, hasta que ella cruja de ardor.
Entonces, hay que ponerse de pie junto con la mujer deseada.
Hay que recargarse en la orilla del escritorio, quedando mitad sentado y mitad de pie.
Hay que tomar del talle a la mujer deseada, llevarla frente a uno y ponerla de espaldas.
Hay que preparar el, para ese entonces (sé lo que digo), afilado, grueso y palpitante pene.
Hay que tomar de las caderas a la mujer deseada, llevarla hacía uno inclinándola lo suficiente para divisar su acuosa vulva.
Hay que penetrarla despacio, como se paladea una copa de vino mientras se escucha una canción de blues.
Hay que dejar que el glande se abra paso exquisitamente en esa empapada trinchera, disfrutando desquiciadamente de esa sensación de magnificencia que recorrerá por todo el cuerpo.
Hay que manosear los pechos de la mujer deseada, olerle el cabello, lamerle la espalda.
Hay que tomarle las manos, entrelazar los dedos entre los suyos y moverse dentro de ella con lujuriosa cadencia, siguiendo el compás del éxtasis que produce el delicioso chasquido de los líquidos íntimos. Ante uno emergerá la divina vista de la espalda y las caderas de la mujer deseada en frenética danza.
No hay que limitarse en besos, roces, movimientos y sudores.

Disfrútela cuantas veces le haga falta, aun cuando el cuerpo sienta que no puede más.

Lo aseguro: es exquisita.

lunes, 23 de marzo de 2009

REFUGIO

El mundo es un lugar hostil...


Próximamente

lunes, 2 de marzo de 2009

PLACER (CARTA A ALEJANDRA)

Querida Alejandra:

Esto te va a sorprender. O tal vez no.

Te escribo para ser plenamente honesto contigo. Atrevido y arriesgado acaso, pero sincero. (Sabes perfectamente que para mí las palabras escritas no son una huida, sino una ofrenda).

Así que, aunque de seguro lo intuyes, te lo confieso: no he dejado de pensar en ti. Y lo que es más revelador, no he dejado de pensar en ti conmigo.
Y eso, a pesar de que nuestra situación debería impedírmelo. Porque estoy convencido de que ni ella ni él lo merecen. Pero nosotros sí.

Sábete que esta declaración de intenciones no pretende aprovecharse de tu certeza que, por ser reiterada, a mis ojos resulta frágil: la estabilidad con tu pareja.
No querida.
Cuando yo te pregunto “¿cómo estás?” estoy preguntando por tus alegrías y tus pasiones, no por tu relación actual.
Créeme, yo no deseo cuestionar ni tus decisiones, ni el cómo te convences de ellas.

Querida, yo sólo deseo hacerte el amor.

Déjame ser menos cursi y más sugerente.
Yo lo único que quiero es cruzar ese puente que nuestros coqueteos han tendido y llegar a tu intimidad, ahí dónde sé que tú también me esperas.

Yo sólo quiero que tus ojos color almendra me secuestren de los convencionalismos sociales y nos miren a los dos, solos y enclaustrados, en una habitación.

Yo sólo quiero deslizar un dedo por el contorno de tus brazos. Acercarme a ti despacio. Enredar mis manos en la tersura de tu melena color azabache. Y degustar tus labios rosas y carnosos.
Besarlos. Mordisquearlos. Chuparlos.

Y luego, querida, yo sólo quiero renunciar a mis razonamientos perdiendo mi lengua en la comisura de tu boca, jugueteando con la tuya y deleitando mis sentidos en el –seguramente- exquisito sabor de tu saliva. Quiero embriagarme de ella.

Porque yo sólo quiero comprobar una de mis más recientes e inquietantes certezas: la de que tu cuerpo caribeño (moreno, compacto y tentador) está hecho a la medida de mis fantasías más ardientes. Que tu cuerpo es dúctil y estimulante, como la arcilla para un escultor.

Por eso, quiero recorrerte completita. Quiero aspirar cada rincón tuyo. Quiero colmar cada poro de tu piel. Quiero lamerte toda.

Así que quiero desnudarte despacio.
Desabotonar tu ropa con firmeza pero despojarla de tu cuerpo con lentitud, casi sin intención. Porque yo sólo quiero alargar lo más que se pueda el momento excelso de verte y sentirte desnuda.
Porque quiero que el frenesí te obligue a ofrendarme tu intimidad.
Entonces, quiero detener tus ansías con besos apasionados, y avivar tu pasión con roces ansiosos.

Y luego te quiero tener frente a mí desvestida.
Quiero verte desnuda con los ojos de las manos. Con esa lúcida ceguera que explora el mundo para tomar su lugar en él.

Quiero detenerme en tus pechos. Acariciarlos con mi lengua, lamerlos con mis dedos, frotarlos con mi pene.

Quiero vararme en tus caderas. Asirme lujuriosamente de ellas.

Y quiero concentrarme en tu enjambre sexual, en ese recoveco que guarda tu fruta más jugosa.
Quiero olerla.
Quiero acariciarla delicadamente con una rosa.
Quiero masajearla con mi lengua, chuparle su néctar.
Y quiero hacerlo hasta que te escuche gemir y la sienta palpitar.

Entonces, luego de mirar tu rostro placenteramente relajado, quiero entrar en ti despacio pero decididamente, deslizándome por tu aromática ciénaga.
Quiero que sientas la indudable convicción de las erecciones que me produces, como la que ahora mismo acompaña esta carta.
Quiero moverme dentro de ti enredándome en tus piernas de frente, de lado, de pie, en una cama, en un sofá, en una ducha, por la mañana, por la tarde y por la noche, hasta que definitivamente redima todos los momentos en que soñé que era posible, pero que no estabas a mi lado.

Porque, anhelada Alejandra, yo sólo quiero darte placer.

Yo sólo quiero ofrecerte mi cuerpo como objeto agradable, mis fantasías como habilidades gratificantes y mis esperas como pretextos de lujuria.

Yo sólo quiero entregarme a ti porque me gustas. Eso que, por ser tan espléndidamente natural, nuestras sociedades lo han ido mercantilizando o culpabilizándolo y, por eso, perdiéndolo.

Un poeta dijo que “es imposible hacer el amor sin un cierto abandono”.
Pues bien, yo reconozco que tu nombre y tu presencia me debilitan y enardecen al mismo tiempo. Por eso, yo quiero perderme en la aventura de tu cuerpo.

Yo sólo quiero besarte, acariciarte, masturbarte, y penetrarte por puro, simple y añorado placer.

Por el placer del descubrimiento, del reconocimiento y de la complicidad.


Si aceptas cambiar tus fantasías por la mías, para que ambas se hagan realidad, te espero en aquel lugar de España donde coincidimos.
Estaré ahí con una botella de vino, una rosa y una ardiente paciencia, las cuales esperan, todas juntas, diluirse en jirones de pasión.

Tuyo, cuando lo decidas,
H.E.

viernes, 6 de febrero de 2009

JAZMIN

El ambiente era nebuloso y de color sepia, pero te reconocí.

Vestías un traje sastre y traías una cola de caballo, como la última vez que te vi, hacia ya 15 años.
Tu cuerpo seguía imperturbable y tus ojos verdes seguían siendo expresivos. Afortunadamente, en ellos puede notar que aun no se extinguía esa atormentada hoguera que tantas veces te delató cuanto me cruzaba en tu camino.

Pero esta vez fue diferente. Inquietamente diferente.

Sucedió rápido pero no inesperadamente. No es inesperado lo que se aguarda con esa ansiedad con la que hacen antesala los deseos incumplidos.

Nuestra palpitación aumentó; nos llenamos de manos sudorosas, sonrisas nerviosas y recuerdos impacientes.
Y sucedió.

Halagué esa mezcla tan tuya de belleza, inteligencia y timidez. Tú te sonrojaste. Yo te señale el rostro y te dije “¿Lo ves? Es cierto, tu interior lo sabe y tu exterior te delata”. Lo negaste pero ya era demasiado tarde. Entonces, supe que seguías deseándome (como cuando inesperadamente te presentaste ante mí, hace ya 16 años).

Y me excité.

Los demás momentos, simplemente fluyeron por sí solos.

No nos habíamos olvidado. (No se olvida lo que se aplaza por cualquier cosa menos por falta de deseo). Pero no nos lo dijimos. Sencillamente, coincidimos las miradas y nos rozamos. Nos derrotamos, como escribió el poeta, por una sola miel compartida. Ese jarabe que endulza las memorias.

Tu boca no me era extraña pero me sabía diferente. Me sabía a embriaguez postergada y arrebato imperioso. A juventud añorada. A una tarde de hace 15 años, evadiendo inseguramente nuestras miradas y las de los demás, pero tomados de la mano.

Como acto natural mutuamente aceptado, nos agitamos y nos fuimos desvistiendo. Así, con premura, ternura y compostura.
Tu cuerpo era como lo había imaginado: obstinado y enérgico pero con los pliegues, sutilezas y suavidades necesarias para hacerlo habitable. Para conjurar esos incómodos recuerdos de intimidades inexistentes con caricias urgentes.
Me besabas afanosamente pero tus manos titubeaban. Por eso vencí el último reducto de timidez: me fui desnudando para ti, con sigilo pero con franqueza. Mientras tocaba tus caderas, me desabotonaba la camisa. Mientras apretujaba tus pechos, me bajaba al pantalón.
Y así, ya desembozado y sediento, mi pene se erguió frente a ti.

Puedo no recordar más detalles, pero ese rostro que me ofrendaste, homenajeando a los placeres aplazados pero nunca rezagados, mientras amasabas mi sexo con tus dos manos, se quedará conmigo. (A él arribaré cuando el deseo se escampe).

15 años valieron la espera. Por lo menos, de esa forma.

Luego, tristemente, todo sucedió tan impulsivo, tan efusivo, tan intenso que no pude disfrutarlo más.

Me desperté sudoroso e impaciente.

Temí lo peor y sucedió. Acudí al baúl de los recuerdos, allí donde yacen roídas hojas de papel, pétalos y servilletas, pero no estaba ni tu número telefónico, ni cualquier dato más para encontrarte. Solo un nombre que ni siquiera internet es capaz de retroalimentar: Jazmín Sánchez Carrillo.

¿Seremos sólo una combustión anulada?

Espero (y deseo) que no.

Vuelve a mí.

viernes, 2 de enero de 2009

GEMA II (O UN CARAMELO PARA INICIAR EL AÑO)

La leve brisa que entraba por la ventana batía la cortina armoniosamente.

Estaba somnoliento. Mi reloj marcaba las 9:30 am. La noche anterior había sido larga y lujuriosa.

Afuera del cuarto de hotel, el mar dirigía una orquesta de sonidos suaves.

A mi lado y de espaldas, pude ver las curvas en reposo de Gema. Su silueta, que no me cansé de asir y recorrer horas antes, estaba inerte. Sus labios, deliciosa fruta que casi me bebí por completo, reposaban en una almohada. Fue inevitable recordar los intensos besos que nos intercambios, el pillaje de las prendas, y sus pechos rebotando al frenético ritmo de nuestra danza íntima.

Entonces, mi querido pedazo de carne rojiza, otrora blandengue, se despertó.
Y con él, una ardiente impaciencia.

Así que, vapuleando al déficit de sueño, me lance sigilosa pero decididamente al cuerpo de Gema, entonces territorio de embriagantes consumaciones eróticas.

Como felino hambriento, cerqué a mi presa. Conteniendo la saliva de mi boca, me monté en Gema llevando mis labios al recoveco que emergía entre su lóbulo y su nuca. Hice a un lado su mechón de cabellos color azabache e inicié un carnaval de besos en su cuello.
Seguí por su espalda, continué por sus caderas, y me detuve entre sus nalgas y sus piernas, en su valle sexual. Todavía olía a mí. Mi lengua inició una misión de exploración introduciéndose en esa sensual angostura.
Gema emitió un hondo gemido, a manera de buenos días.
Yo me afiancé de sus caderas y proseguí en mi afanosa búsqueda, hundiendo mi nariz entre sus nalgas.
Mi lengua se sumergió en su vulva, retozando en ella, humedeciéndola, untándola de mi secreción bucal más vehemente. El cuerpo de Gema era un culto a la eternidad del éxtasis. Entonces, hallé su diminuto pero palpitante montículo. La vía directa al placer se abrió ante mí. Por eso, me di a la tarea de rozarlo con la punta de mi lengua, lamiéndolo y hurgándolo al mismo tiempo.
Gema clamó por mi hallazgo e imploró que no cesara en mis movimientos.
Como buen caballero, persevere en mi labor.
Mi pene alcanzó su grosor natural.
El cuerpo de Gema se rindió al mío y su piel se erizó como ofrenda.
Las uñas de Gema se clavaron en las almohadas.
Un hormigueo se apoderó de ella.
Su valle dio paso a una cascada.
La silueta de Gema volvió a estar inerte.
Una sonrisa le iluminó el rostro.

Yo no había concluido.
Así que llevé mi pene al talón de su pierna izquierda. Ahí, como punto de partida, dejé que mi extensión del cuerpo circulara por sus dos piernas, paseara por su trasero, levemente ajara su vulva, y le masajeara la espalda.
Mi líquido preseminal dejaba rastro de mis andanzas.
El cuerpo de Gema bramaba.

Entonces, inicié un travieso juego que me llevaría al placer.
Acarreé mi pene hasta el cuello de Gema. Lo enredé entre su nuca, lo balanceé en sus mejillas, lo hinqué en la curvatura de su cuello. Sin esperarlo, Gema volteó su cabeza boca arriba, una de sus manos sujetó mi nalga derecha, y la otra aprisionó mi pene para llevárselo a sus labios como un ansiado caramelo. Aun recuerdo su pícaro rostro.
Mientras amasaba gustosamente mi escroto, se llevó mi glande a la punta de su lengua. Con destreza, esmero y cuidado, la lengua de Gema acariciaba mi pene; enredándose en él, revolcándose en su piel, arrullándose en sus palpitaciones.
Comencé a experimentar exquisitas convulsiones.
Entonces, su boca se abrió al máximo para tragarse apetitosamente los 17 centímetros de mi pene. Chupándolo con devoción, emitiendo acuosos chasquidos, Gema me hacía una suculenta felación. De esas que uno tanto desea pero que no siempre recibe.
Era un momento deliciosamente arrebatador.
Afuera, el mar seducía a la arena.
La brisa penetraba a la cortina de nuestro cuarto.
Y yo ya no pude oponerme a tan celestial estimulación, así que emití un ahogado “¡ya no aguanto más!”. Sin dejar de lamer mi sexo, escuché a Gema decir un “está bien”.
Entonces, mi cuerpo expulsó un flujo placentero y se cubrió de un halo de felicidad.
Y yo inicié el 2003 de una forma deliciosa: en el nirvana.