martes, 31 de enero de 2012

SIN ELLA

Esta mortaja que criminaliza mis ojos y desangra mi boca,
como una flama devorando hojarascas.
Este coro de rocas empotrado en el viento, dormitando en mis alas derruidas.
Que no llora para dejar que las pestañas se incendien.
Esta mazmorra fría y oscura labrada con mis delirios.
Tengo un cirio en las manos y prefiero quemarme los dedos con los fósforos.

Añoranza no es acuchillarse para beberse la sangre en el desierto,
ni ahogar suspiros en las cenizas de las sollozos,
o ahorcarse en la nada.
Es no poder decírselo con mis labios.

Este lenguaje aniquilado por la noche espectral.
Esta intromisión del sueño en la vigilia.
Este refugiarse para seguir huyendo.
Esta garganta petrificada.
Este canto agonizante.
Esta ciudad en ruinas.
Este juego sangriento.

No la soledad.
Sino yo sin Ella.


lunes, 23 de enero de 2012

MISTERIO SUPREMO

Para Bea, júbilo supremo

Sucede que hay preguntas a las que no les basta con una respuesta.
Ni siquiera les es suficiente una verdad.
Sucede que hay preguntas que aspiran a desentrañar misterios supremos.

Abrió los ojos.
El espejo le pinceló la fatalidad de un semblante ensombrecido y una boca de frutos agazapados. Se miró con la misma expresión del naufrago que contempla la primera noche estrellada desde su barca deshecha.

Era Él pero en realidad no era Él.

Sólo quien se desnuda con las arterias sabe que uno es también lo que le espina la garganta.
Las ruinas arrogantes que le amueblan el ceño.
Las primaveras palpitantes que le braman en las cicatrices.

Respiró con la furia de un depredador herido mientras engulló el silencio aún moribundo.
Masticó con furor cada una de las siete dagas del nombre de Ella paladeando la sangre que le bañaba la lengua.
Volvió a mirarse frente al espejo, se mordió el labio inferior y se lo preguntó en voz alta:

¿Qué es Ella en mi vida?

El silencio drenó veneno de su yugular.
Un cisne murió apuñalado dentro de su garganta.
Una nueva primavera le palpitó en el pecho.

Hay en el muro de la desazón una rendija, apenas imperceptible, por donde siempre se colará la luz de la alborada.

Cerró los ojos para volver a buscarla.
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La encontró recostada en su cama.
Su cara se erigía sostenida sobre su brazo izquierdo formando con su cabello una sedosa cascada azabache.
En su rostro yacían dos gemas consteladas de ámbar que se empeñaban en sonrojar los ojos de todas las mujeres de la historia. Sus mejillas suaves como alcatraces custodiaban celosamente unos labios voluptuosamente bermellones que rivalizaban con las ciruelas más jugosas. En su boca se arremolinaba el porvenir.
Un pantalón y una blusa perfectamente combinados se arrogaban la fortuna de acariciarle el cuerpo con el pretexto de ataviarla.
Las alborozadas piernas entrecruzadas resaltaban el itinerario de unas caderas hacinadas de esplendor que concluían felizmente su viaje en la vereda de una cintura dulcificada. Inútilmente su camisa pretendía ocultar la jovialidad de dos senos efervescentes como manantiales, altivos como medusas, apulpados como frutos del edén.
Un edredón blanco ligeramente tintado aspiraba ser el aura de esa silueta intemporal.

En su rostro se fundían todas las divinidades.
En su cuerpo se congregaban todas las lujurias.
Femenina le era un adjetivo escaso. Hembra un sustantivo menor. Ella era una Diosa.

Él supo entonces que nunca se escribiría un poema más excitante que el que ahora se declamaba ante sus ojos.
Sintió una corola sazonarle la boca.
Unas cascada nacer en sus manos.
Una hoguera azuzarse dentro de su vientre.

Ella lo miró soberana, fragante, dichosa, con esos soberbios destellos con los que ese tipo de Ellas predican con los ojos tan sólo para exigir vasallaje.
Él se lo otorgó con una furibunda erección.

Millones de células e interacciones endócrinas confluyen en ese proceso natural destinado a la reproducción. Pero para Él esa acumulación desenfrenada de palpitaciones en su pene significó un llamado urgente del corazón para prolongar la sucesiva cadena de complicidades que desde el inicio de los tiempos han hermanado a ciertos hombres: no preservar la especie, sino tan sólo acariciar a Dios.
Seducir al infinito.
Dialogar con el universo.
Ser en el íntimo vergel de una Ella.
Amar.

Inhóspito pero siempre buscado anhelo de unirse y fundirse sin causa explicable que casi siempre requiere de dos seres infectados de locura y una vacuna aún por descubrir. Ella, Él y los siete pasos que dio hasta llegar a la orilla de la cama.

Empezó por besarle los pies atribuladamente.
Chupó sus dedos, lamió su planta, mordisqueó su talón como un hambriento. Había en sus besos una devoción más allá de la ternura y la posesión.

Entre sus piernas emergió aún más vociferante su virilidad.

Subió paulatinamente la boca por sus pantorrillas. A pesar de la tela del pantalón apresó entre sus dientes esa harina condensada de suavidad frenética.
Le besó ambas rodillas, le mascó embelesado los muslos y las caderas, pasó la nariz por su intimidad aspirando profundamente para llenar sus pulmones de esa ambrosía burbujeante.

Sus manos recorrieron presurosamente las piernas de Ella siguiendo el sendero marcado por la saliva. Apretujaron sus pantorrillas, estrecharon sus muslos, hurgaron en sus caderas y encontraron su nido en su cintura.

Sus dedos inquietos alzaron la blusa de Ella dejando al descubierto su ombligo. Él introdujo su humedad rosada en ese botón salino mientras se dedicaba pacientemente a desabotonarle la ropa.

Su lengua zigzagueó por su vientre tomando vertiginosamente la ruta de sus costillas para arribar a la substanciosa orografía de sus pechos.
Un sujetador negro pretendía contener la bonanza de dos frutos acolchados.
Su mano izquierda bajó la copa derecha del sujetador dejando al descubierto un suculento seno de nácar soleado con una suave pero respingada almendra tostada.
El latigazo que sintió en el vientre le provocó la erección más vehemente y adolorida que nunca antes sintió en su vida.
Estribó su iracunda rigidez entre los muslos de Ella y se lanzó a saborear ese pezón acanelado.
Lamió la aureola de azúcar mascabado, embuchó la curvatura amasada del seno, chupó con delectación la esponjosidad de su pezón almendrado.

Ella gimió.
Su cuerpo retumbó en una constelación de alborozos, en un cascabel de apetitos, en un nido de alondras en celo.
Lo tomó del cabello, le clavó las uñas en la espalda y aprisionó entre sus manos el sexo de Él.
Sus manos amasaron con frenesí de perdiguero su rabiosa hombría. Armoniosa ablución de delirios que a Él le agrietó las presas del cuerpo.

Ella ronroneó jadeos que Él interpretó como una plegaria del “continúa”.

Él transitó por la pendiente de su hombro, bordeó su cuello y aproximó su rostro al de Ella.
La miró a los ojos como quien mira el fondo del océano.
Y se sumergió en su boca.

Eso que la humanidad ha llamado “beso” para Él fue la sublime ocasión de degustar en Ella el néctar que fermenta sus palabras, de descubrir el refugio de sus silencios, de oxigenarse con su aliento líquido.
Ayer, hoy y mañana se disolvieron en la ebullición de su saliva.
Él desgranó poco a poco la palabra “beso”. Paciente y devotamente limó con la lengua cada letra para sustituirla por el concepto “nosotros”.

Ella le devoró sus faunos atrincherados.
Él le bebió sus ninfas ocultas.
Sus raíces se sacudieron.

Los gemidos llovieron sobre su piel humedeciéndolos.
Las jilgueros de sus dedos revolotearon por sus cuerpos picoteando la incomodidad de sus vestimentas.
Se desabrocharon urgentemente los recelos.
Se desamarraron febrilmente los geiseres.
Se arrancaron impetuosamente la serenidad con los dientes.

Todo desnudo compartido es una victoria sobre lo rutinario que merece coronarse en abrazos.
Así que Él la asió de la cintura, se puso de horcajadas y la sentó sobre sus muslos.
Ella se entreabrió y su vulva acuosa fue engullendo poco a poco la robusta virilidad de Él.
Su seta venosa se abrió paso en la húmeda espesura de Ella.
Su grosor le ensanchó sus capas musgosas, le azuzó los tejidos, le copó las fibras más sensibles.
Un temblor incontrolable la hizo gemir desde sus entrañas.
Él la miró embelesado. La tomó de las mejillas y le mordió los labios.
Ella cabalgó con más arrebato encima de Él. Lo golpeteó con sus caderas, lo succionó con sus fauces.
Él la sujetó de la cintura con firmeza, volvió a devorarle sus pechos y empujó su pelvis más enérgicamente.
Ella sintió como Él tocaba fondo y retozaba en ese rincón endiosado.
Un desquiciado vaivén los hizo danzar en torno a un perpetuo fuego genital.
Enredados en labios y vapores, les acometieron sacudidas, les abrigaron escalofríos, les hirvieron sudores.
Sus átomos vibraron insondablemente y un arroyo de aguamiel se les formó entre las piernas.

Suspiraron,
sonrieron
y se fundieron en un abrazo victorioso.
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Abrió los ojos con Ella habitando en sus pupilas.
Una aurora le tintineó en los labios mientras Él volvió a preguntarse en voz alta:

¿Qué es Ella en mi vida?

“Un misterio supremo”, susurró para cortejar al silencio.

“Un júbilo supremo”, le abonó el corazón.

Y salió decidido a escribírselo.

miércoles, 18 de enero de 2012

FRAGMENTOS DE UNA NOVELA INCONCLUSA IV

Guardó silencio.

A pesar del fragor que se le arremolinó en el vientre –o precisamente por eso- recurrió a la única plegaria que nos hila el alma con los primeros seres humanos: un poco más de tiempo.

¿Qué es lo que uno puede decir cuando ante sus ojos se entreabre ese cielo siempre anhelado pero que cuesta tanto presenciar sin creerlo irreal? Seguramente todo. O nada.

Lo único realmente cierto es que toda esa manada que le pastaba ferozmente en el pecho le anunciaba intempestivamente que en futuras noches Él volvería a ese preciso instante para no morirse de soledad. Porque tal vez eso sea precisamente vivir: coleccionar destellos para colmarse los parpados de estrellas antes de cerrar los ojos.
Recurrir de nuevo a esa rosa hallada poco antes de dar el último paso al precipicio.
Requerir otra vez de esa caricia recibida en medio de una dolorosa convalecencia.
Rememorar insistentemente un ceño abrumado de arcoíris desfallecientes, una mirada invadida con luciérnagas aturdidas y una boca indecisa de ser oasis o duna. Como lo que se hacinaba en el rostro de Ella mientras esperaba una respuesta.

Las manos de Él cantaban lloviznas mientras que las de Ella se sentían cerca del naufragio.
El silencio se había despedazado en pequeñas sinfonías de desazón.
La luna se había partido en astillas de cristal.
El tiempo simplemente se había detenido.

Ella, su amiga de dos años, con la que Él había llorado, hacía tan sólo un minuto que había dinamitado todas las certezas de Él con un “Te amo, hace tiempo que lo sé pero no me había atrevido a decírtelo”.

Una lágrima se asomó por la mirada de Ella.

Así que Él hizo lo único sensato que debe hacerse en esos casos.

Le susurró un “¿por qué tardaste tanto?”.
Y vertió sus esperas en los labios de Ella.

viernes, 6 de enero de 2012

CONGRUENCIA (APUNTES PARA UNA AUTOBIOGRAFÍA AUTORIZADA)

Aunque no siempre lo consigo, nunca dejo de intentar ser congruente.
No se trata de un asunto de elegancia o de rectitud sino tan sólo de mera supervivencia: se puede mentir a los demás menos a uno mismo. Al menos, no sin sentirse impune.
A diario emerge un instante en el que ya no hay miradas ni espejos circundantes, cuando un silencio apacible recalienta las manos y un vaho dócil arrulla las pestañas. Es cuando uno está a solas consigo mismo. Y para poder estarlo conmigo mismo, yo necesito mirarme, si no embelesado, al menos sí soportando la imagen que la luna me devuelve. Es así que la congruencia me ayuda a sonreírme o llorarme pero nunca a avergonzarme de mí mismo.

Hace tiempo que exhalé uno de mis suspiros más recónditos. Era una imploración por conocer. Pero no se puede pedir sin ofrecer. Al menos, no sin saberse injusto. Y la congruencia me clama por no serlo. Es por ello que abono a mi petición tres breves apuntes que pretenden esbozar el color que destella de los ojos, el aroma de los suspiros y el sabor de los sueños de quien esto escribe. Un poco de mí, destilado por mí mismo.

1.- Soy, ante todo, un ingenuo.
No importa lo infranqueables que se crean, inevitablemente las máscaras caen, los maquillajes se diluyen y las imposturas se desmoronan. Es en ese momento cuando emerge victorioso el néctar verdadero de cada fruto.
Estrellas de mi cielo se han trocado en astillas de tizón, orquídeas de mi jardín en enredaderas de cactus y palomas de mi pecho en buitres voraces. La esperanza que cuelga de mis pestañas me ha hecho confundir varias veces lo excelso con lo pedestre. Por eso, cuando éste por fin se ha asomado, lo he recibido con lágrimas.
Pero entonces, cuando el corazón ha vociferado, un hálito me susurra mi certeza más utópica y perenne: es sólo en una Ella donde se encuentra el paraíso perdido. Y los ojos me vuelven a resplandecer.
Puede parecer estupidez o necedad pero luego de cavilaciones profundas y desvelos ensimismados puedo asegurar que es sólo simple y honesta ingenuidad.
Sí, es ingenuidad, ese heterónimo con el que he decidido nombrar a mi inquebrantable ilusión. Y es así como sigo creyendo que yo sólo seré un hombre pleno dentro una Ella.

2.- A pesar de las apariencias, soy un hombre muy elemental.
Diariamente suelo investirme de académico novel y científico social pero la verdad es que al final todos los títulos claudican ante el indomable llamado de la naturaleza.
Estruendos del pecho desploman mi artificio de raciocinios. Son los clamores del instinto.
Entonces me siento desamparado, huyo y busco refugio.
Desgrano sueños, encuadro experiencias, miro nuevos senderos.
Aspiro los perfumes de sombras en vez de sosegarlos a puñetazos.
Soy otro siendo más de mí mismo.
Aro en ausencias.
Dinamito la soledad.
Desnudo insomnios.
Pulo el oxido del silencio.
Zarandeo el alma para desnudarla frente al espejo.
Y me atrevo a embellecer la profunda ignorancia del misterio supremo: descifrar a una Ella, a solas conmigo.
Ilusa aspiración de someter delirios que se transfigura en anhelo de un roce a la distancia.
Desearla, apetecerla, suspirarla.
Cortejarla, estimularla, agitarla.
Festejarla, incitarla, estremecerla.
Rozarle la piel y avivarle los poros.
Colarme por su ropa, electrizarle los sentidos.
Ser racimo de uvas que ruede por su cuello, roce su pecho, circunde delicadamente por su vientre y se arrulle en su sexo.
Tocarle las entrañas.
Despojarla de su nombre, redimirla de la rutina y hacerla explotar de antojo de mis manos.
Por eso escribo, para seguir el llamado de mi naturaleza: preñar hojas en blanco.

3.- Soy perfectamente incapaz de definirlo dignamente y varias veces he sido derrotado en su nombre pero soy un firme creyente del amor.
Gloriosa contradicción, excelso contrasentido, sublime paradoja. Busco afanosamente lo que no puedo encuadrar en lógicas elementales, me desvelo por aquello que me resulta inasible, continúo con la boca ensangrentada tan sólo por sonreírle una vez más.
Es increíble que en esa palabra de tan sólo cuatro letras se condense tanto fuego, tanta ventisca, tanta lluvia… tanto paraíso.
Pero no conviene buscarle sus causas, efectos ni sentidos. El amor es sólo un apogeo del caos.
Todo es química. Pero el amor es química caótica e intensa.
Fórmula divina que contiene en sí misma su desazón y su remedio.
Porque hay algo peor que morir de amor: vivir sólo de aire.

Creo que amar es darse la oportunidad de ser uno mismo en otra vida.
Y al final, yo sólo soy los amores que no fueron sabiendo que seré los que todavía no han sido.
Por eso, sigo clamando por conocer(la).