Uno
de los relatos que más desvelos me costó escribir inicia así: “Somos los amores
que no fueron”.
Estoy
totalmente convencido de ello.
Incuestionablemente,
yo soy los anhelos que nunca se volvieron caricias, los besos que no prodigué, los
amaneceres que no compartí; las historias con final anticipado. Y, rotunda y prominentemente,
yo no podría ser lo que soy, sin lo que no fui contigo.
No sólo
no me avergüenza reconocerlo, sino que me ha hecho muy bien aceptarlo.
Lo
que el tiempo no erosiona, la soledad se encarga de magnificarlo. Como cuando
uno tiene la lucidez de sentir que ya nada volverá a ser igual sin ese instante
que está viviendo y con quien lo está viviendo.
Aún puedo vernos.
Ese
sábado por la mañana. Caminando descalzos por la enorme explanada de Ciudad
Universitaria, tomados de la mano, ajenos a las miradas circundantes.
O
ese domingo al atardecer. Dentro del auto, con los asientos extendidos y los pies
en el tablero, primero paladeando nuestros helados, después tú con algo de mi
helado de vainilla en la nariz, yo con un poco de tu helado de zarzamora en mi
mejilla, y al final ese nuevo sabor que creamos con nuestros labios.
O
aquel viernes por la noche. Cuando llovía a cántaros, el viaducto era un largo
estacionamiento y llevábamos más de una hora dentro del auto, por eso ya me
estaba resintiendo de mi lesión de la espalda. Y de repente me contaste ese
chiste tan simple sobre una chica y su constipación. No, no me lo contaste, me
lo actuaste. Y me hiciste reír, tan exultantemente, tan enternecidamente, que
todavía escucho y me alegro con tu: “entonces me limpié la nariz, y mi vida
cambió”.
O
las tardes que íbamos al teatro, al cine o a exposiciones. Decidiendo las
funciones, cuando no por críticas previamente leídas, por volados o turnos. ¿Recuerdas
cuando fuimos a ver el episodio II de la guerra de las galaxias porque yo creí
que a ti te interesaba por un comentario que hiciste y tú creíste que yo era
fan de la saga? No importaba. Nunca importó. Porque después, en algún restaurante
o en alguna cafetería, tú y yo siempre encontrábamos símbolos, historias
paralelas y significados a todo lo que veíamos. No importaba lo que nos querían
decir, nosotros lo hacíamos nuestro. Como Amélie, nuestra primera película.
O
cuando tú, que no te gustaba el fútbol, fuiste a verme jugar la final del
campeonato, con ese equipo que yo había fundado hacía unos meses. Y que el
partido estaba a dos minutos de terminar y nosotros perdíamos por un gol. Entonces
nos marcaron la sexta falta. Shoot out
a nuestro favor, que yo decidí cobrar. El árbitro indicó que sería la última
jugada. Silbó, yo conduje el balón y 5 segundos después celebrábamos el empate.
Luego penalties y campeones. Aún te
recuerdo saltando de emoción en las gradas.
Y Oaxaca,
el único viaje que hicimos juntos. El trayecto en autobús. La ciudad, sus
iglesias y mercados. El árbol del Tule. Hierve el agua. Monte Albán. Las noches.
La última tarde en el centro. ¿Sabes? He podido pero no he querido volver ahí.
Fueron sólo tres meses los que estuvimos juntos. Pero fue cuando entendí que el corazón tiene otra forma de medir la existencia.
Por
eso, tu despedida me sigue pareciendo impropia de lo que teníamos y de lo que tú
misma me confirmaste que sentías profundamente por mí.
Es cierto,
fallé en darte confianza y lo hice peor cuando, al irte de nosotros, acepté
todas las propuestas que tenía en la oficina y que era imposible que no te
dieses cuenta. Con ese actuar mío, sangrando por la herida, confirmaste lo que no
era cierto en los hechos pero que se nutría de tus miedos.
Luego
llegó aquel viernes, 10 meses después de nuestra separación, cuando me
invitaste a comer. Y me confesaste que te casabas al día siguiente. Pero que me
seguías amando.
Y el
día de tu cumpleaños, el 30 de mayo. Cuando también cumplías dos meses de
casada. Coincidentemente, ese día tuvimos que quedarnos más tiempo en la
oficina para entregar un proyecto. Antes de marcharte a tu casa, te deseé un
cumpleaños muy dichoso. Me dijiste que lo tendrías con un regalo. Te pregunté
cuál era. Me dijiste que un beso mío.
Era
nocivo seguir así. Ya no podía seguir así. Por eso lo intenté hasta que lo
conseguí, afortunadamente, en ese mismo 2003.
Realmente
era una ilusión que tenía desde mi época de estudiante de licenciatura. Pero había
ganado ese concurso de oposición, luego el concurso interno para el ascenso. Tenía
mi propia oficina. Gente y proyectos a mi cargo. Viajaba mensualmente a los
estados del país. Representaba al instituto en eventos del Congreso, de las Secretarías,
de los partidos políticos. A los 25 años, eso era más que suficiente para tenerme
anestesiado de confort.
Sí,
era un anhelo que se me anidó desde años antes. Pero tú, aún sin quererlo, me
ayudaste a despertar de ese aletargamiento. Así que decidí que debía seguir
continuando con mis búsquedas. Y la respuesta llegó el 7 de junio: la
Universidad de Salamanca me aceptaba en su programa de posgrado y el Ministerio
de Exteriores me becaba para ello.
Y me
fui.
Afortunadamente
me fui, para andar por todos los senderos que me han llevado a ser lo que ahora
soy.
Es
curioso. Tú te fuiste de nosotros pero yo me fui del país. Te quedaste allá con
los espacios que poblamos, pero yo me quedé con la historia que no llegamos a vivir.
Creo que estamos a mano.
Porque
yo he estado seguro de algo durante este tiempo. Que en los momentos que te
quedases sin agendas ni teléfonos, sin espejos ni maquillajes, cuando
estuvieses a solas contigo misma, te acordarías de mí.
Porque
yo nunca te olvidé, a veces hasta al grado de olvidarme de mí mismo.
A
veces pensando que el “todavía” no se volvería “nunca más”.
A
veces defendiendo tu recuerdo, inclusive de ti misma.
A
veces reinventándote en suspiros enletrados.
A
veces saboteando alboradas.
A
veces creyéndote invencible.
Y así, durante estos años.
El 28 de febrero del 2014, exactamente hace una semana, volviste a
comunicarte conmigo.
En mi microcosmos vital, habitan muy pocas personas que al ser evocadas
puedan estremecerme las fibras más recónditas y sensibles.
Si me pienso con tu nombre, diez años es un suspiro.
O una eternidad.
Pero no dejan de ser pasado.
Y yo tengo un presente luminoso: estoy profunda, desbocada y estúpidamente
enamorado.
Así que he decidido que por fin ha llegado el momento.
No más aplazamientos.
No más fantasmas.
No más ser lo que no fui contigo.
Vivirás en mi eternidad.
¡Hasta siempre, Verónica!