jueves, 3 de septiembre de 2009

SUS OJOS AL RESCATE

Ahora que lo rememoro, ya puedo sonreír.
Pero en ese momento fue confuso e inquietante por ser sorpresivo.

Pasadas las 11 am del miércoles anterior, recibí una llamada telefónica que me obligó a salir de mí cubículo para ubicarme en la entrada principal del edificio. Tal como me lo solicitaba, le narré a mi interlocutor los pormenores del evento pasado y acordé almorzar con él la siguiente semana. Cinco minutos después, di por concluida la llamada.
Me guardé el teléfono en la americana y me dispuse a retornar a mis labores académicas.

Entonces sucedió.

Abstraído en mis pensamientos, no me percaté de su proximidad hasta que una ráfaga de sangre me recorrió súbitamente por todo el cuerpo dándole un latigazo a mis sentidos.
Y entonces razoné sobre su presencia.
Ella, mi entrañable Ella, estaba a sólo dos centímetros de mí, queriendo pasar por la misma puerta por la que yo también lo intentaba.

Llevaba el cabello suelto. Unos vaqueros grises le entallaban las caderas y una chaqueta oscura le abrigaba el pecho. De su hombro izquierdo colgaba un bolso negro. Su mano derecha sostenía un vaso desechable.
La verdad es que, a excepción de mis fantasías, nunca antes había estado tan cerca de su cuerpo.
Debo decir que de cerca Ella era diferente a como mis ojos la habían escrutado afanosamente: su piel era más madura y clara, su cuerpo más compacto y su estatura más pequeña. Pero seguía siendo arrebatadoramente atractiva a mis ojos.

Reconozco que creí haberla olvidado luego de casi cinco meses de no verla. Pero no. Fue sólo uno de esos autoengaños –anestesiante de emociones- que me receté cuando la última vez que la vi estaba con un hombre al que todas las señales me indicaron que era algo más que su amigo.

No, no la había olvidado.
Porque en ese momento galoparon en mi interior una tropa de caballos desbocados que me impidieron reaccionar ante su presencia. Y es que no chocamos, fue algo peor: nuestras manos se rozaron.

Hubiera querido sonreírle pero no pude. Mi contacto visual con Ella se limitó a un rostro titubeante, una voz reseca y un paso hacia atrás.

Pero el milagro aconteció: Ella se sonrojó.

Sus gestos denotaron sorpresa y timidez. Sus manos se movieron desesperadamente y dio dos pasos hacia atrás.

Mis nervios no cesaron pero fueron iluminados por una certeza: no le soy indiferente. Su lenguaje corporal, esa evidencia de euforias a la que siempre trato de estar atento, me lo confirmó.

Una mueca, hija de la satisfacción y prima lejana de la sonrisa, se postró en mi semblante.
Con mi mano derecha hice un gesto de dejarla pasar primero.
Ella asintió. Pero antes de pasar por la bendita puerta me regaló una mirada inolvidable.

Una mirada como sorbo de intimidad.
Puente de rosas.
Guiño de éxtasis.

Respiré profundamente y me embriagué de la celestial sacudida de mi cuerpo. Un minuto después, regresé a mi cubículo pero seguí pensando, y aún no dejo de hacerlo, en mi furtivo reencuentro con Ella.

Sobre todo, no dejo de pensar en mi más reciente descubrimiento: que para salir de la inmensidad de la melancolía a veces hay que perderse en otra inmensidad, en la de los ojos de una mujer deseada.