viernes, 6 de febrero de 2009

JAZMIN

El ambiente era nebuloso y de color sepia, pero te reconocí.

Vestías un traje sastre y traías una cola de caballo, como la última vez que te vi, hacia ya 15 años.
Tu cuerpo seguía imperturbable y tus ojos verdes seguían siendo expresivos. Afortunadamente, en ellos puede notar que aun no se extinguía esa atormentada hoguera que tantas veces te delató cuanto me cruzaba en tu camino.

Pero esta vez fue diferente. Inquietamente diferente.

Sucedió rápido pero no inesperadamente. No es inesperado lo que se aguarda con esa ansiedad con la que hacen antesala los deseos incumplidos.

Nuestra palpitación aumentó; nos llenamos de manos sudorosas, sonrisas nerviosas y recuerdos impacientes.
Y sucedió.

Halagué esa mezcla tan tuya de belleza, inteligencia y timidez. Tú te sonrojaste. Yo te señale el rostro y te dije “¿Lo ves? Es cierto, tu interior lo sabe y tu exterior te delata”. Lo negaste pero ya era demasiado tarde. Entonces, supe que seguías deseándome (como cuando inesperadamente te presentaste ante mí, hace ya 16 años).

Y me excité.

Los demás momentos, simplemente fluyeron por sí solos.

No nos habíamos olvidado. (No se olvida lo que se aplaza por cualquier cosa menos por falta de deseo). Pero no nos lo dijimos. Sencillamente, coincidimos las miradas y nos rozamos. Nos derrotamos, como escribió el poeta, por una sola miel compartida. Ese jarabe que endulza las memorias.

Tu boca no me era extraña pero me sabía diferente. Me sabía a embriaguez postergada y arrebato imperioso. A juventud añorada. A una tarde de hace 15 años, evadiendo inseguramente nuestras miradas y las de los demás, pero tomados de la mano.

Como acto natural mutuamente aceptado, nos agitamos y nos fuimos desvistiendo. Así, con premura, ternura y compostura.
Tu cuerpo era como lo había imaginado: obstinado y enérgico pero con los pliegues, sutilezas y suavidades necesarias para hacerlo habitable. Para conjurar esos incómodos recuerdos de intimidades inexistentes con caricias urgentes.
Me besabas afanosamente pero tus manos titubeaban. Por eso vencí el último reducto de timidez: me fui desnudando para ti, con sigilo pero con franqueza. Mientras tocaba tus caderas, me desabotonaba la camisa. Mientras apretujaba tus pechos, me bajaba al pantalón.
Y así, ya desembozado y sediento, mi pene se erguió frente a ti.

Puedo no recordar más detalles, pero ese rostro que me ofrendaste, homenajeando a los placeres aplazados pero nunca rezagados, mientras amasabas mi sexo con tus dos manos, se quedará conmigo. (A él arribaré cuando el deseo se escampe).

15 años valieron la espera. Por lo menos, de esa forma.

Luego, tristemente, todo sucedió tan impulsivo, tan efusivo, tan intenso que no pude disfrutarlo más.

Me desperté sudoroso e impaciente.

Temí lo peor y sucedió. Acudí al baúl de los recuerdos, allí donde yacen roídas hojas de papel, pétalos y servilletas, pero no estaba ni tu número telefónico, ni cualquier dato más para encontrarte. Solo un nombre que ni siquiera internet es capaz de retroalimentar: Jazmín Sánchez Carrillo.

¿Seremos sólo una combustión anulada?

Espero (y deseo) que no.

Vuelve a mí.