martes, 26 de mayo de 2009

ESPANTAPÁJAROS SABATINO

Me sucedió el sábado pasado.

Llegué a ella… Bueno, ella llegó a mí como acontece la felicidad: inesperadamente.

Ya debía saberlo. De tanta búsqueda, tanta exigencia, tanta espera, tanto y con tanta desesperación, lo único que se obtiene son noches de desanimo y asomos de fracasos.
Así que las últimas tres semanas se me diluyeron en sonrisas confusas, miradas huidizas e impericias propias de quien ha perdido aptitudes para acercarse a una mujer desconocida.
Lo aceptó sin pudor: me siento más cómodo frente a una hoja en blanco que frente a un rostro femenino ajeno. Sobre todo, si este es luminoso.

Por eso, este sábado decidí que canjearía las afanosas pesquisas de resquicios amatorios por algo más simple pero menos incierto en la noche salmantina: una buena bebida, con música agradable y un amigo al lado.
Sin duda, era un plan suficiente para estar sereno.
Y lo fue, hasta que la vi.
O tomé conciencia de que ella me miraba porque, por más que se crea, se presuma o se afirme, un hombre no escoge a una mujer, es ella quien nos escoge a nosotros.
Y ella ya me había escogido a mí, eso me quedó claro después.

Pasaba de la 1 am. Mi amigo y yo ya habíamos bebido un par de cervezas en el mismo número de bares del mismo estilo irlandés. De hecho, ya habíamos pensado regresar a casa pero al pasar por ese lugar, otrora repleto, y verlo semi vacío, decidí que entráramos para tomar “la última de la noche”.
Era obvio que buscaba rincones solitarios para deleitarme con mi tranquilidad elegida.
Iluso de mí.

Regodeándome plenamente con mi retraimiento, elegí beber un Baileys y dirigirme a uno de los espacios más alejados del lugar, un estrado cubierto por un barandal.
Nos sentamos plácidamente en dos sillas que estaban ubicadas por ahí.
Como era lógico, mi amigo y yo charlábamos muy a gusto sobre fútbol. Con la firme atención que le era merecedora, cada uno defendía el estilo predilecto y sus máximos exponentes. El 3-5-2 o el 5-3-2, por más que se parezcan, tienen tantas diferencias como amantes y detractores tiene ese popular deporte.
Por eso, no la distinguí. Quiero decir, por eso no me percaté de que ella me miraba insistentemente.
Recuerdo haber volteado un par de veces hacia enfrente y arriba. No resultaba difícil hacerlo pues la estructura de un bar con dos niveles y balcones no pasa desapercibida.
Pero no destaqué su presencia por sobre el resto del mundo. En ese momento, yo seguía desconectado del sector femenino. Ella tenía otro plan para mí.

Mi amigo decidió ir al baño, el cual estaba situado precisamente en la parte alta del lugar. Sorbí un poco de mi bebida y, casi como si en su inconmensurable labor de amigo me lo gritara, miré como pasaba al lado de ella.
Y entonces sucedió.
Una ráfaga de sangre se disparó sobre mi vientre. Ella me miraba fijamente con esa mirada que las mujeres ofrendan cuando nos susurran su existencia a nuestras entrañas. Una mirada feliz y felina que ya había sido descifrada en mi interior.
Aun así, no lo creí.
Bajé la mirada y volví a tomar de mi bebida. Volteé al lado izquierdo. Volteé al lado derecho y volví a poner mis ojos en la misma posición de enfrente y arriba. Ella me seguía mirando, pero esta vez dirigió sus ojos a la amiga que la acompañaba, con quien conversó algunas palabras. Tal vez un “¡por fin se dio cuenta!” o un “¡encima de tonto asustadizo!”. Eso ya no lo supe después.

Como buen hombre valiente, inmediatamente que mi amigo volvió le conté de semejante acontecimiento y le añadí (con voz temblorosa, eso sí) un “¿me lo imaginé, verdad?”
Él con la ortodoxia y sutileza propia de un colega de pesquisas, volteó hacia el frente dejando su cuello en posición vertical, pero movió descaradamente los ojos hacia arriba.
Yo me hundí en mi agónico Baileys.

Un minuto después, mi amigo se dirigió a mí y expresó un “pues sí, tío, está volteando para acá” Y remató con un lapidario “pero no te hagas ilusiones, tal vez me está mirando a mí”.
Haciendo alarde de mi amistosa ironía solté un “¡ja, sí como no, si eres más feo que un juego del Real Madrid con el Barcelona ya campeón!” Él, tan merengue y digno, me soltó una mirada que me alertaba sobre la inmediata posibilidad de perder aliados. Así que agregué, “que sí, que sí, que tal vez sea a ti”.

Entonces tuvimos un ingenioso plan. Yo iría a comprar otro par de bebidas y mi amigo comprobaría el interés de ella hacia él.
Al volver con las nuevas bebidas, me lo confirmó: “pues sí que tiene mal gusto la tía, parece que te busca a ti”.

Volví a voltear hacia el código “segundo balcón a la derecha” y ella seguía con sus ojos como espadas. Entonces, me sumergí otra vez en mi escudo de licor irlandés. Repetí la jugada como cinco veces más.

Ella se cansó de mi indecisión (eso sí lo supe después), así que bajó junto con su amiga para sentarse en una diminuta mesa que estaba a poco menos de 10 metros cerca de donde nosotros estábamos intentando diseñar profundas estrategias para que yo le dijera un efectivo “hola”.

Al verla bajar y sentarse en su nueva posición, mi corazón comenzó a golpear vigorosamente en mi pecho. No exageró si afirmó que estuvo a punto de salírseme.
Sin embargo, no encontrábamos la estrategia adecuada. Bueno, no encontraba la forma de caminar hacia ella sin tropezarme con algo, incluso con mis propios pies.

Entonces, su amiga se levantó de la mesa para ir al baño.
Era el momento, todos lo supimos.
Con manos sudorosas y voz vacilante le dije a mi amigo, “pues voy”. Bueno, lo dije para convencer a mis pies, es la verdad.

Pero no funcionó. Mis pasos eran una extraña combinación de movimientos de tango y pisadas de borracho. La culpa era de mi estómago: lo que sentía no era mariposas, sino murciélagos hambrientos.

Pero llegué hasta su mesa. Eso era lo más importante y ya lo había conseguido.
Ahora sólo esperaba que la memoria no me fallara y que todas las palabras que me había repetido en los últimos 10 minutos siguieran ahí.

Llegué a su mesa. La miré y ella me prodigó una delicada sonrisa. Yo me senté rápidamente enfrente de ella.
Todavía tenía en la memoria mi fragmento favorito del poema “El espantapájaros” de Oliverio Girondo. Así que mi voz le citó:
“Me importa un carajo que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas.
Un cutis de durazno. O de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportar una nariz que ganaría el primer premio en una exposición de zanahorias.
Pero eso sí.
Y en esto soy inflexible.
No les perdono, bajo ninguna circunstancia, que no sepan volar.
Si no saben volar, pierden el tiempo conmigo.”

Ella me miró extrañada y me respondió: “What?!”

Yo hubiera querido salir corriendo.
O que la tierra me tragara.
O…
Pero ella soltó una risa armoniosa que acompañó con un “¿Qué tú dijiste, perdónalo podrías decirlo otra vez?”
Su acento era inconfundible. Así que le dije “You didn´t understand nothing that I said you, Did you?
Estaba en lo cierto, ella no me había entendido.
Sonreímos juntos.

Sus ojos eran grandes y de color esmeralda. Sus pómulos acompasaban una larga cabellera lisa. Sus labios eran rivales de las almendras. Pero, por sobre todas las cosas, yo tenía razón: su rostro era luminoso.
No era especialmente bella, pero emitía una fulgurante luz propia.

Le advertí que mi inglés era precario. Ella confirmó que su español era “no bueno”. Traté de darle una nueva oportunidad a la poesía, así que le maltraduje “El espántajaros”. Cuando iba a la mitad, su amiga volvió. Su pícara sonrisa me notificó que su ida al baño había sido premeditada. En ese momento, mi amigo también apareció. Los cuatro charlamos “spanglish” durante un rato. Minutos después, le pregunté a Natalie si quería algo de beber y le impuse un “come with me”.

Dejamos a nuestros amigos solos.
Bueno, más bien huimos de ellos. Pero ellos también huyeron de sí mismos, porque ni bien habían pasado 20 minutos cuando primero vino Cheng a despedirse y luego lo hizo mi amigo. Se fueron cada quien para su casa. Ya se sabe que lo que la naturaleza no te da, esta ciudad no te lo presta.

Pero nosotros estábamos contentos. Nos habíamos encontrado y eso era motivo de celebración. Vale decir, de sonrisas, jugueteos y roces. Hasta que dos cervezas después, la saliva de Natalie me endulzaba el acre sabor de la cebada que conservaba mi paladar. No hubo ningún asomo de culpa: su novio estaba en el otro lado del Atlántico. Por eso, sus besos me supieron a celestial complicidad, a gozosa libertad, a transgresión de convencionalismos.

No podíamos seguir ahí, la intimidad reclamaba nuestra presencia. Así que fuimos a mi casa que está a unos cuantos metros del lugar. Salimos prendidos de los labios ajenos y entramos a mi casa de la misma forma.

No fue necesario encender la luz.
La oscuridad fue copartícipe del júbilo que me recorría por besar, rozar y estrechar a Natalie, mujer de rostro luminoso, a solas.

Hubo un momento, ese momento, en que mi aventurera lengua hurgó en algún rincón especial, porque Natalie emitió un conmovido suspiro que me obligó a abrazarla con mayor arrebato.
Así supe que no era el único: su corazón también le azotaba el pecho.

Entonces, la mano de Natalie se acercó a la curvatura que emergía en mi pantalón y comenzó a restregarla. El momento fue fragante.

Sin dejar de mordisquearle los labios, yo la comencé a recostar despacio en mi cama.

De repente, Natalie intentó quitarme la ropa desesperadamente. Yo me acerqué a su rostro y le susurré al oído “please, let me do it. Trust me”. Su aliento dejó escapar un ligero “ok”, y ella llevó sus dedos a enredarse en mi cabello.
No la vi, pero estoy seguro que sonrió.

Comencé besándole la frente. Oliéndole el cabello que, a pesar del humo del cigarro impregnado, desprendía un aroma a manzanilla. Ella me besaba el pecho.

Luego, dejé que mis labios reconocieran las facciones de su cara, que se hundieran en la cavidad de sus ojos, que ascendieran la colina de su nariz y que se enclavaran en la jugosa e imperdible hendidura de sus labios.
Su boca era embriagadoramente rica.

Ambos transpirábamos excitadamente.

Mis manos transitaron de sus delicadas mejillas a la curvatura de sus hombros y se dirigieron a la ansiada elipse de su busto. Sus pechos se sentían substanciosos.
Ya no se podía más, pero mi pene recibió otro vendaval de sangre.

Natalie se levantó la blusa y se quitó el sujetador.
Ante mí emergieron dos suculentos senos que tomé delicada pero afanosamente entre mis manos, no dudando ni un segundo en degustar. Natalie gimió.

Minutos después, continué con mi delirante peregrinar lamiendo las costillas, el vientre y el ombligo de Natalie. Mi lengua pudo sentir su piel erizada.

Esta vez quise hacer el trabajo por mí mismo, así que desabotoné los vaqueros de Natalie y, al mismo tiempo, le despojé del resto de su ropa interior. Todo fue tan lentamente ejecutado, que aun me sigue pareciendo un momento muy sensual.

Sentí sus piernas torneadas y sus caderas anchas. Mis manos le recorrieron los muslos prodigándole caricias a raudales. Mis dedos se embadurnaron de un líquido viscoso que yacía cerca de su entrepierna.

Le mordisqué un dedo del pie, le relamí la pantorrilla derecha y le besé su rodilla izquierda. Luego, envié mi boca hacia su destino final.

Su vulva humeante palpitaba.

Le di un sonoro beso. Sus pequeños vellos me picaron un poco la nariz pero no me dejó de parecer excitante. Toqué su piel íntima con mis dedos pulgar e índice de ambas manos para abrirle paso a mi lengua. Luego, la introduje despacio, dejando que la piel de Natalie se estremeciera con su rugosidad, hasta que encontré su diminuto montículo, el cual estimulé acompasadamente con la punta de mi lengua.

Natalie llevo sus manos a mi cabeza, la empujó sobre su cuerpo y dijo un agitado “don’t stop!”.

Yo seguí.

Mis dedos palpaban delicadamente su piel mientras mi lengua chupaba su interior. Me estaba dando un festín.
Luego, le friccioné sus paredes vaginales con mis dedos al mismo tiempo que le lamía con mayor urgencia. Ambos nos estremecimos.

Natalie explotó.
Bramó algo en su idioma materno.
Cruzó las piernas.
Se llevó las manos al rostro.
Yo le acaricié las caderas, le volví a besar los senos y me recosté encima de ella.

Aun recuerdo el gemido de Natalie y se me vuelve a endurecer el pene.

Minutos después, me introduje en ella pausada pero ardientemente.
Cuarenta minutos después, luego de caricias, besos y sudores intercambiados, fui yo quien recostó la cabeza en su pecho para reponerme de la detonación interna.
Mientras tanto, los dedos de Natalie se deslizaban por mi espalda.
Ambos volamos.

Estuve dentro de ella tres veces más.
La recorrí decenas de veces más.
La besé cientos de veces más.
Hasta que tuvo que irse el domingo a mediodía para preparar sus maletas.

Su curso de español había terminado y ella salía el lunes a un paseo por el resto de España que seguiría en Francia y culminaría en Italia para después regresar a su país natal, el de las barras y las estrellas.

Ella se fue, como se va la felicidad: dejándonos una sonrisa en los labios.

Decidimos no intercambiar ningún dato de contacto.
Preferimos dejar que esas placenteras horas que compartimos volvieran a nosotros cuando necesitemos de un espantapájaros que nos haga volar cualquier sábado por la noche, cuando volvamos a estar a solas.