sábado, 20 de junio de 2009

ENCUENTRO

Para Sara, arquitecta de puentes y artesana de espejos.

Sientes una ligera ráfaga de aire detrás de ti que te bate el cabello.
Soy yo, que sigilosamente he llegado hasta ahí donde me estás leyendo.

Te miro sentada como quien comprende lo etéreo al cerrar los ojos.

La armoniosa fusión de tus hombros con tu cabello inicia un relato sobre la belleza que el reverso de tu silueta custodia celosamente.

Sé que titubeas, dudas y te entristeces como si de respirar se tratase.
Lo entiendo y lo respeto.
Pero no puedo evitar que en mi sangre galope el impulso de llevar mis manos a tu cuerpo y mis palabras a tu intimidad. Es lo trágico y lo grandioso de las relaciones humanas.

No has virado el rostro pero el aumento de tu respiración me da la frágil certeza de que tu inmovilidad significa aceptación y expectativa. Es la sublimación de mis anhelos recónditos.

Doy un paso.
Sigues inmóvil.

Doy otro paso.
Sigues inmóvil.

Mi pecho sólo se distancia de tu espalda por el respaldo de tu silla.
Sigues inmóvil.

Respiro inquietantemente.
Sigues inmóvil.

Acerco mis manos a tu cabello.
Mis dedos fluyen dócilmente por la cascada de tus cabellos hurgando su textura, ajando su complexión, retocando su orden.
Un cosquilleo se propaga minuciosamente por tu cuerpo.

Los poros de tus brazos han hecho erupción.
Hemos coincidido en la más noble flaqueza de la conciencia.

Guío mis labios a tu cabello.
Los besos que le esparzo trazan una escalera que me conduce al despeñadero que emerge de tus oídos. Esa parte de tu cuerpo ha vivido en amasiato con la sombra de tu cabello; por eso, la aproximación de la rugosa curvatura de mis labios te produce un amago de estremecimiento.

Como sutil oferta, has inclinado levemente tu cabeza.

Mis labios humectados aceptan el convite recorriendo con suave cortesía el refinado contorno de tu cuello.

Has cerrado los ojos para que esa sensación que te visita no se te salga por ninguna parte del cuerpo.

Tu piel es tersa, tibia, dócil, llevadera… es como caricia de sol en frontera invernal.

Aparco por un momento mi boca en tu oído y te susurro una agitada respiración como poema en ciernes.

Tu mano izquierda alcanza mi mejilla.
Las mías se sostienen del arqueo de tus hombros.
Tu corazón presiente frenesí.
El mío te golpea la espalda.
Hemos concebido un vínculo de caricias. Parecido al de nuestras palabras.

Mis labios no cesan en su empeño de escrutinio y, haciendo imprescindibles escalas en tu frente, tus ojos, tus mejillas, tu nariz y tu mentón, te desperdigan besos tenues en el rostro.
Cada beso sembrado es regado con gestos tuyos a manera de destellos de éxtasis. Tu semblante es pretexto de osadía y promesa de embeleso.
Estamos aprendiendo a volar juntos.

Las mutuas lecciones progresan cuando mi mano izquierda sostiene tu mejilla y me muestra unos palpitantes labios que no resisto en saborear.
Mordisqueo los bordes de tu boca. Chupo la comisura de tus labios. Mi lengua se enreda en la tuya. Tu saliva es electrizante, exquisita, adictiva.

Comprendo entonces que el principio básico de la comunicación humana reclama tanto sentidos ágiles y gozosos como dos personas dispuestas a sabotear las certezas propias.

Nuestras manos en nuestros cuerpos rememoran la pericia prehistórica de encender hogueras.
Tu respiración y la mía han conspirado para insubordinarse juntas.
Un fulminante motín de latidos alborota mi piel y enciende mi sexo.

Tu arrobamiento, tu agitación, tu entrega, son un curso intensivo de otredad que me ilustran el modo en que la conciencia erótica nos hace tomar posesión del mundo. Que trascender es fundir en sacudido vaso comunicante lo que originalmente parecía distinto. Que el hoy es el nunca jamás. Que la historia humana se reinicia cuando dos amantes se entregan con devoción a rescatar el olvidado paraíso.

Tus besos son el encuentro que corona una extensa búsqueda.

En ese mutuo aprendizaje, en esa derrota común, es esas concesiones compartidas, nuestros cuerpos se han liberado de sus ataduras en forma de ropajes y ahora corren, gritan y brincan en ese apogeo de los sentidos que es descubrirse recíprocamente desnudos.

Para amar, primero hay que conocer. Y nuestros cuerpos, libres de nuestras conciencias, se indagan con el lenguaje de las manos, se reconocen en el acueducto de los sentidos, se perciben con la gramática de la piel, se confiesan en la audiencia de los estremecimientos, se entienden, se distinguen, se vislumbran con las caricias que nos prodigamos.

Ardemos en deseos de satisfacer en el otro nuestro más íntimo anhelo de conocimiento. Si escribir es desafiar convencionalismos, hacer el amor es erigir monumentos a la rebeldía. Sabedores de eso, somos devotos peregrinos que recorremos y acampamos en los pliegues de nuestros cuerpos.
Y nuestras manos, profusas de insurrección, esculpen con disciplina, preocupación, paciencia y fervor las benditas sensaciones que satisfacen plenamente todos nuestros sentidos.

Acechamos al arrebato propagándonos secretos y propuestas.
A punta de zarpazos desmoronamos vacilaciones.
Entramos poco a poco, despacio, sutiles, acompasadamente, en nuestras fibras más sensibles.
Un desquiciado vaivén nos hace danzar en torno a nuestro fuego genital.
Bebemos el manantial de miel que nos brota del cuerpo.
Masticamos la hogaza de nuestra piel.
Engullimos el jadeante vaho de los poros.
Saboreamos el majestuoso instante de nuestra coincidencia emotiva.

Por eso, nos acometen sacudidas, nos abrigan escalofríos, nos evaporan sudores, nos desalojan los flujos.
Por eso, la insondable vibración de todos nuestros átomos.

Nuestra fusión es interés supremo por el placer mutuo, es destierro de narcicismo, es baño de humildad y tributo de solidaridad.
Es comprender la historia humana con un abrazo.
Es anverso y reverso de epifanía inapelable.
Es un estar endiosado.
Es la creación y poblamiento de una patria filantrópica.

Es decir tu nombre como bendición.

Pero por sobre todas las cosas, las reales y las deseadas (y las que nunca sucederán), es tenderte un puente para que las debilidades de nuestro espejo procreen apasionadamente una nueva fuerza que crecerá al amparo del encuentro de nuestras palabras exorcizadas de soledad.

Como esta entrada, escrita a solas exclusivamente para ti.