lunes, 23 de abril de 2012

FRAGMENTOS DE UNA NOVELA INCONCLUSA V

Me hubiese gustado que fuese diferente.

Que solamente usasen sus verbos para hacerse el amor a la distancia.
Que la única confusión floreciese en el perfume de su cercanía.
Que no transpirasen hostilidades sino alborozos.
Que en lugar de dagas se canjeasen orquídeas.
Que al final, a pesar de todos, inclusive de ellos mismos,
se derrotasen con una sola miel.

Pero no soy director, ni titiritero.
Ni siquiera escritor.
Sólo soy un narrador.

Y Ella prefirió asumir quimeras antes de guarecer esperanzas.
Él, ofenderse con la misma facilidad que la de desertar.
Así que,
más que una vida en común,
lo que se tejieron fue una historia de reencuentros.



Nunca dejaron de buscarse.


miércoles, 18 de abril de 2012

DECIMOCUARTA LEY DE SUSPIROS DEL ESPANTAPÁJAROS

No vale la pena angustiarse por el final pues nunca se es consciente del inicio.
Es mejor entregarse al ahora.

domingo, 15 de abril de 2012

35 AÑOS

No sé si han sido profusos o escasos pero definitivamente han sido intensos.

Aunque no lo parezca, el camino ha sido prolijo.
He hallado rutas sinuosas, tramos empedrados, cruces inhóspitos. Y casi siempre, senderos.
He zurcido raíces a mis pies y alas a mis dedos. Para nunca dejar de soñar.
He observado el origen de la vida en lloviznas inesperadas, he percibido el reposo del tiempo en un bosque nevado, he comprendido el lugar de cada creación al mirar hacia el cielo. He escuchado a Dios en las risas de mi hijita.
He trabajado por un mundo más justo e igualitario, empezando desde mi propia cotidianidad. Pero también he aprendido a resarcir sinrazones en pequeños rincones de los días. He hallado júbilos inefables en un balón anidándose en redes, en el punto final de un relato escrito a deshoras, o en los muslos húmedos de una mujer deseada.
Me he ilusionado hasta colmarme el pecho, hasta perder el equilibrio, hasta inundarme de alucinaciones; así como un niño. Porque aún lo sigo siendo.
He mirado con hambre.
He besado con sed.
He acariciado con necesidad.
He amado hasta el desfallecimiento. Porque no sé estar de otra manera con una Ella.

He sido los paisajes que me han adoptado,
las novelas que he guardado en el tintero,
las lágrimas en las que me he rehecho,
las sonrisas rotas que he remendado,
los desvelos que he provocado,
los suspiros que he preñado,
los relatos que vendrán.

Mis certezas cultivadas me son insuficientes para reclamar altares, esperar caravanas o merecer biógrafos pero soy perfectamente capaz de sonreírle al espejo, dedicarle un giño y lanzarle un beso.

Sé que ahora soy las veredas que convergen en caminos ya andados.
El afluente que adoptan las brisas.
Las huellas con las que hago brújulas.

Escribano con sueldo de hedonismo.
Arquitecto de alcobas a distancia.
Alumno de la erótica verbal.

35 años.
Y sonrío. 

sábado, 7 de abril de 2012

LA BÚSQUEDA

A día de hoy han pasado ya 15 años desde que fui por primera vez a sus tierras.
Originalmente, traía conmigo la plena convicción de apoyar, socorrer y proteger. Estaba seguro de que mi voluntad les sería de indispensable utilidad. Pero ya desde el primer día mis certezas se desmoronaron. Me bastó tan sólo con una mirada para entender que serían ellos los que me ampararían a mí. Y así ha sido desde entonces.
Ellos me enseñaron el significado de la dignidad, me aleccionaron sobre el valor de los silencios y me ilustraron que la humanidad sólo tendrá esperanzas si no olvida para qué fueron creados los seres humanos.
En verdad, cada uno de los días que he pasado en tierras tzotziles, tzeltales, tojolabales, quichés y q’eqchi’es me he sentido enaltecido al estar entre ellos. Como aquella vez, cuando por fin me decidí a emprender mi sendero.

Era la primera semana de abril del 2002. Estaba en una comunidad de la selva Lacandona. Así como en visitas anteriores, había llegado ahí como parte de un campamento de paz. Sólo que esa vez era diferente a las anteriores estancias. A la sensación cada vez más inaguantable de sopor que me provocaba mi trabajo en la ciudad de México le sumaba el dolor de haber perdido recientemente a Verónica. Mis sueños de seguir estudiando estaban oxidados y mi concepción sobre el amor sangraba. Es cierto, el compromiso social seguía inalterable pero sentía el pecho devastado.
Era la última noche de esa estancia. No sé la hora pero la luna lucía radiante y ya todos dormían. Yo no, y estaba seguro de que la vigilia duraría hasta la alborada siguiente. Decidí entonces salir del campamento y caminar hasta el arroyo cerca de la cañada, “si no puedo dormir al menos arrullaré mi soledad”, me dije para persuadirme aún más de mi decisión.
La profunda oscuridad no alteraba mis pasos pues yo me guiaba por el canto del agua. Al estar a escasos metros del arroyo me asusté al observar una brasa que tintineaba en el horizonte. A los pocos segundos una voz tranquilizó mis pasos al decirme “buenas noches, compañero”. Era don Antonio, el anciano mayor de la comunidad, que fumaba un cigarro sentado a la orilla del arroyo. A su lado yacía su bastón de mando.
Lo saludé respetuosamente. Antes de poder articular justificación alguna, don Antonio me preguntó afirmando “¿no puede dormir, verdad?”. “No”, respondí lacónico. “Yo sí puedo pero nomás no quiero. A esta edad ya he comprendido que dormir es perderse de escuchar cabalmente a las ceibas y los quetzales, al viento y al arroyito. La selva habla más y mejor por la noche y hay que saber escucharla con humildad. Venga, siéntese aquíacito, tal vez la selva tenga algo qué decirle”.
Me senté a su lado izquierdo. El aroma a tabaco me cosquilleaba el rostro mientras que mis oídos se colmaban de la sinfonía de los grillos. No sabía qué decir ni tampoco quería decir algo. Don Antonio aspiró su cigarrillo dejando que el humo abrigará mi desazón. Después dijo “lo vi hoy en la asamblea. Estaba ahí pero no estaba ahí.” Me sonrojé e inmediatamente atajé “bueno don Antonio, es que la situación aún está muy complicada, a pesar de los proyectos autonómicos...” “Pero pase lo que pase, compañero, uno sabe siempre que la dignidad nunca se doblega. Eso lo sabe requeté bien el corazón pero parece que usted no le da tiempo al suyo de decírselo”.
Habló mi silencio sorprendido, azorado, doliente. Sentí exhalar abatimientos y añoranzas y también sentí a los grillos callarse y al arroyo aquietarse. Don Antonio respiraba con la serenidad del que sabe que tarde o temprano, más que respuesta, recibirá la confirmación de sus palabras.
Los últimos días yo había reflexionado y expuesto sobre derechos humanos, autonomía, movimientos sociales y sistema político pero había aplazado la discusión más urgente: la de mi vida. Se me había terminado el plazo. Así que me expresé con la sosegada premura del que se sabe derrotado pero aún puede entender el motivo de su revés: “Lo que pasa, don Antonio, es que ahora mismo no sé si soy el hombre que he querido ser. Creo que he perdido mi camino”. Sentí mis ojos enrojecerse y mi garganta nublarse.
Don Antonio carraspeó y encendió otro cigarrillo.
Supe que era el momento de escuchar.
Entonces don Antonio comenzó su narración:

“Mis abuelos me contaron que sus antepasados les contaron que el mundo no está completo, no está cabal, porque los Dioses que lo hicieron perdieron las últimas piezas.
Es por eso que a pesar de la tierra que alimenta, los mares que sacian, el viento que refresca y el fuego que ampara, al mundo le hace falta las almas que al cuidarlo lo embellezcan.
Los Dioses se pusieron muy tristes por las piezas faltantes pero no se quedaron así nomás de brazos cruzados. Entonces sembraron maíz, cortaron las mazorcas, molieron los granos y pusieron a tostarlos al sol. Luego les pusieron agua y con sus manos crearon a las primeras mujeres y a los primeros hombres.
Cuando las primeras mujeres y los primeros hombres abrieron los ojos y comenzaron a tener conciencia, los Dioses les dijeron de su desgracia y les pidieron que los ayudarán. Las primeras mujeres y los primeros hombres aceptaron pues porque eran los Dioses los que les pedían el favor y pues porque no podían vivir en un mundo que no estaba completo.
Pero las mujeres y los hombres primeros tenían que tener bien claro lo que debían de encontrar, así que les preguntaron a los Dioses cómo eran las piezas perdidas qué ellos tenían que hallar. ‘Las reconocerán cuando las encuentren’, les dijeron los Dioses.
Desde entonces, las hijas y los hijos de las primeras mujeres y los primeros hombres tenemos la misión de buscar las piezas que faltan para completar al mundo. Cuando todos nacemos, nacemos con la misión divina de completar al mundo.
Y nos pasamos la vida buscando.
Buscamos al despertar, buscamos al soñar, buscamos al reír, buscamos al llorar, buscamos al callar, buscamos al mirar, buscamos al tocar y, sobre todo, buscamos al sentir realmente a las otras creaciones de los Dioses. Sentir realmente, o sea, estremecernos con el soplo más profundo de otra alma.
Y entonces el corazón nos late desaforadamente. Pero no por desamparo, locura o rendición, sino porque es la brújula que los Dioses nos pusieron en el pecho para guiarnos en nuestra búsqueda. Y cuando el corazón late tan fuerte sentimos tierra en los pies, mares en las manos, viento en la boca y fuego en el vientre: es porque hemos hallado una pieza más para completar el mundo.
Las han llamado de muchas formas: justicia, generosidad, solidaridad y hasta amor. Sea como fuere, todas las piezas faltantes para completar al mundo tienen que ver con una sola tarea: sentir realmente a las montañas, a los árboles, a las flores, a los animales, a las estrellas y a las demás mujeres y hombres.
Sentir sus dolores. Sentir sus alegrías. Sentir sus sueños. Sentir sus pasos. Sentir que los Dioses les habitan, como a nosotros.
Pero para poder sentir realmente, compañero, debemos primero tener listo el corazón. Abrazarlo si está adolorido, limpiarlo si está sucio, escucharlo si nos está hablando. Escucharlo atentamente pues es nuestro único guía en nuestra búsqueda. Por eso siempre debemos de caminar hacía donde él nos diga.
El mundo está incompleto y nosotros fuimos creados para buscar las piezas que le faltan.”

Don Antonio aspiró la última bocanada de su cigarro, se levantó despacio, tomó su bastón de mano y me dejó a la orilla del arroyo acompañado con luciérnagas adheridas al cielo, grillos adormilados, una corriente apacible y mi corazón vociferando. Y por fin lloré.
A la mañana siguiente emprendí mi regreso a la ciudad de México. Semanas después me vi quemando las naves de mi cotidianidad, sentado en un avión que me llevaba a España para estudiar mi posgrado.

En estos años que han pasado he vuelto asiduamente a sus tierras, me he reencontrado con rostros conocidos, palabras añejas y, especialmente, con mi entrañable arroyo de la selva. Don Antonio es ya una ceiba más ahí. En las noches, a la orilla del arroyo, cerca de la cañada, he podido sentir el aroma de su tabaco, el ronroneo de su respiración, su voz rasposa y serena. Sobre todo, he vuelto a escuchar su narración cada vez que el corazón me late desaforadamente recordándome entre luciérnagas y grillos sonoros que no claudique, que no renuncie, que continúe con mi búsqueda.
El mundo sigue incompleto.