Mis ojos no cesan de paladear tus
hermosos senos de pomelo apulpadamente avellanado. Deliciosos, jugosos,
trémulos.
Y me dan ganas de
tenerte cerca. De suspirarte para llenar mis pulmones con tu fragancia de hembra.
De sentir una estocada
en mi vientre por tu cercanía y dejar que mi pene brote urgente, bollante,
duro, palpitante.
Que me sientas
sediento de tu feminidad.
Que mi mirada
retumbre en tu piel, te cimbre los muslos, se te meta en el vientre y te haga
imprescindible, como el aire y el agua, tenerme dentro.
Imagino entonces acercarme a ti.
Asirme de tu talle y sentir en mi pelvis la suculenta calidez de tus caderas.
Que percibas entre tus piernas lo que brama por ti.
Mirarte a los ojos,
pegarte a mi pecho.
Probar tu boca de
fresa. Chupar la crema de tus dientes, saborear el azúcar de tu lengua.
Que mis manos te
vayan desnudando poco a poco.
Sentir cómo tu
respiración se agita, como tu piel se sobresalta, cómo te desfloras para
recibirme y dejar brotar tu aguamiel. Comprobarlo con mis dedos embadurnándose
con tu líquido humeante.
Dejar que mi boca
vaya navegando por tus pechos, tu vientre, tus caderas; te muerda
apetitosamente los muslos y llegue a tu vulva agrosellada. Dejar que mi lengua
rugosa deshoje despacio tus filamentos y beba desaforadamente tu miel hasta que
explotes de éxtasis y me pidas que te penetre sin contemplaciones.
Dejar que mi
virilidad juguetee con tus hebras y entre pausada pero decididamente en ti. Que
experimentes horcajadas al sentir como me voy abriendo paso dentro de ti, como
te voy copando, como entro hasta el fondo y te hago vibrar todos los átomos de
tu cuerpo.
Oscilar,
balancearme, revolotear. Embestirte.
De lado, de pie, en
una cama, en un sofá, en una ducha.
Por la mañana, por
la tarde, por la noche.
Hasta que sepas, por fin, lo que es sentirte plenamente amada.
Gracias por mi regalo, hermosa.