domingo, 23 de noviembre de 2008

GEMA I

Aunque muy brevemente, me referí a ella en el post anterior.

Tiene nombre de joya, y lo era en el sexo: Gema.

Cuando la conocí, ella tenía 19 años, y yo 23. No era una gran belleza, pero era sumamente coqueta y, después lo descubriría, muy sensual. Lo que me animo a intentarlo.

En aquellos tiempos (poco antes de la llegada de Verónica), estaba en una de mis mejores etapas en cuanto a la atracción de las mujeres: era joven, recién salido de la Universidad, había ganado una buena plaza del sector público en un concurso nacional, y contaba con esa plena certeza de mis capacidades y mis posibilidades. No creo que era guapo (ni lo soy) pero, por si no bastara con mis intentos de mantener un cuerpo atlético o sensualidad al vestir, tenía de mi lado la seguridad en mis pasos y el amor por la palabra.

Ahora la recuerdo con nostalgia: fue una época de exquisitos galanteos y suculentas exploraciones carnales.

En mi primera cita con Gema, por esas cosas de las bromas a manera de cortejos, llegamos a un salón de videojuegos. Había ahí unos simuladores de motocicletas. Le hice una apuesta para probarlos y ella aceptó. Todavía recuerdo el momento: al subirse a la moto y darme la espalda, su blusa se le levantó lo suficiente como para poder admirarle que sus vaqueros entallados le redondeaban apetitosamente los glúteos y, al sentarse, le formaron un delicioso arqueo en las caderas que se acentuó con una espalda erguida pero delicada. En ese momento, tuve la firme convicción de que le haría el amor en decenas de posiciones, pero que gozaría al máximo teniéndola montada en mí, acariciándole las caderas y el talle. Y así fue cientos de veces.

Luego de nuestra primera cita, le construí un sendero de rosas, poemas y guiños. Dos semanas después (también porque me fascina alargar la etapa de seducción), los pelos de mi pecho rozaban los pezones de Gema en una jornada delirante. Esa noche, inauguré lo que sería uno de nuestros asiduos jugueteos: luego de desnudarla, erizarle los poros, y lamerle apeteciblemente su vulva, le restregaba mi palpitante glande alrededor de su sexo sin penetrarla, provocándole cosquillas, como después me lo confesaría ella, hasta en los dientes. Y así, minutos y minutos. Hasta que escuchaba de ella un enloquecedor y jadeante “¡métemela ya, ya no aguanto!”
Entonces, yo me resbalaba despacio en lo que, para entonces, ya era una aromática ciénaga de líquidos sexuales.

Nuestra pasión fue desbordante.

La penetré en los asientos traseros de mi auto, en un elevador, en mi oficina, en la cama de sus padres, en el jardín de su casa, en un jacuzzi. Mientras menstruaba o mientras hablaba por teléfono. Acostados, sentados, inclinados, de pie, de frente, de espaldas, a los costados, haciendo malabares. La masturbé en el cine, en un centro comercial, en una fiesta familiar, en una playa. Le hice sexo oral salvajemente despacio, siempre hasta que su carne más íntima le palpitaba y un ahogado gemido le salía de la garganta. Le lamí del cuerpo tequila, crema chantillí, miel, yogurt. Disfrutamos decenas de posiciones durante horas y horas hasta que a ella le temblaban las piernas y a mí se me excoriaba el pene.

Y cuando parecía que ya habíamos probado todo, surgía algo nuevo, un gesto, una situación, un lugar o cualquier otra cosa que nos volvía a excitar e incitar a estar juntos.

Creo sinceramente que, en esos momentos, no pudimos explotar más nuestros cuerpos.

Así fue, hasta que la vida, con sus insondables caminos, me llevo a mí muy lejos, y a ella no sé dónde.

Años después, y ahora es cuando lo valoro, Gema me dejó placenteros recuerdos capaces de remojarme la ropa interior, pretextos de nostalgia, e inmensas ganas de encontrar otra persona así: una mujer dispuesta a hacer de su cuerpo un templo a la pasión y el desenfreno.
Y, de paso, rescatar de la monotonía toda la lujuria que se me escurre por los poros.

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