viernes, 4 de abril de 2014

CAMINO

Amo viajar.
No me refiero a la preparación de un itinerario o el arribo a un sitio; uno, el gusto de la proyección; otro, el gozo del descubrimiento; ambos ligados por un destino.
Me refiero a viajar. No a planear, no a llegar, sino a andar. A recorrer senderos, a transitar carreteras, a cruzar accesos. En suma, aludo completamente a la raíz etimológica del verbo viajar: hacer camino.

Todo inicia justo al ponerme en marcha. En ese preciso instante me invade un júbilo sustancioso que me hace olvidarme de la partida y de la meta para entregarme al deleite del ir y venir. Entonces, salgo de mí y me vuelvo parte del camino.
Soy los edificios altivos pero hincados ante el tiempo, soy las praderas arrulladas por el viento, soy ese niño que ignora que lo que le entrelaza los dedos no es la mano de su Mamá sino la esencia de la humanidad, soy aquellos adolescentes que se iluminan el rostro mutuamente porque comparten el milagro de acariciarse con sus pulsaciones. Soy todos y todo; lo que veo y lo que veré.
Fernando Pessoa tenía razón y los viajes son los viajeros, lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.

Viajar es para mí una metáfora de la vida porque no importa tanto el principio ni el final como el recorrido.
Porque cuando me opuse a ser esclavo de mi origen y siervo de las metas que otros me dictaron, para sumergirme en los recovecos y las huellas de mi camino, me sentí libre. Y renovadamente pleno.
Esa es la verdadera razón por la que no uso el automóvil para ir de mi casa a la Universidad de Helsinki. Le gente a mi alrededor opina que es una insensatez recorrer 80 kilómetros en transporte público teniendo un automóvil propio, sobre todo en temperaturas de hasta menos 30 grados. Yo utilizo el ahorro de combustible, la eficiencia pública finlandesa y hasta cierta conciencia ecológica como argumentos, pero la verdad es que uso el transporte público por el puro placer de ensimismarme en el camino. Por eso es que también, en lugar de tomar la ruta más corta (tomar el trolebús hasta Rautatientori y luego el tren) prefiero la que alarga mi ausencia del mundo de las agendas (andar hasta Kamppi y de ahí tomar el autobús 117 que bordea Espoo). Así, en lugar de 90 minutos diarios (45 por la mañana y 45 por la tarde), utilizo 120 minutos en mis viajes cotidianos. Todo un lujo que, obviamente, sé que me merezco.

Posiblemente la mayoría de las personas piensen que una ruta diariamente andada es siempre el mismo trayecto. Yo creo que, así como una mujer puede ser todas las mujeres en una sola, un camino puede ser un universo de caminos en sí mismo. Y no sólo me refiero a las vistas que pasan de lo grisáceo en otoño a lo blanco en invierno y luego a lo esmeraldino en primavera, sino a tener la oportunidad de volver a andar un camino para volverlo a descubrir: hallar un cruce que antes había pasado desapercibido, darle la bienvenida a un retoño de la naturaleza o simplemente postrarse ante una nueva huella del tiempo. Si por definición no se ama de una sola manera aunque se ame profundamente, tampoco se viaja de una sola forma aunque se viaje asiduamente por la misma ruta.

El camino está atestado de senderos. Sobre todo en quienes no sólo lo andan, sino que además lo reviven al desvivirlo. En quienes no lo hacen suyo, sino que se mezclan con candorosa inconsciencia en el camino y se vuelven animadas postales de horizontes irrepetibles; escenario multicolor de carnavales urbanos; lienzo abonanzado de verdores palpitantes. Andamiaje, bricolaje, paisaje. Camino.

Si de algo puedo enorgullecerme, es precisamente de ser un caminante. No un viajero, no un transeúnte, no un pasajero.
Un caminante.
Un ser tan ínfimamente honesto que no sólo pone los pies en la tierra, sino que se sabe, si bien prescindible, una partícula integrante de esa sinfonía de savias; no sólo un mero espectador, sino un habitante privilegiado de un microcosmos sazonado especialmente en un tiempo y espacio propicios para su subsistencia. Alguien que se concibe como el resultado de la milagrosa e infinita concatenación de hechos y consecuencias, de muertes y nacimientos, de despedidas y reencuentros, de besos y fluyentes.
Eso, un caminante.
Por eso, no hallo otra forma de andar por el camino convergiendo en lo que he sido, lo que soy y lo que seré, más que escribiendo. Y no sólo metafóricamente hablando, realmente escribo con entrega y entusiasmo, preñado de musas, en el autobús que me lleva al amanecer y me trae de regreso al anochecer. Ha sido en ese trayecto donde, por dar algunos ejemplos, he concebido, procreado y alumbrado a mis amadas “Ella”, “Naufragio”, “Conocer” o “Reencuentro”.
Escribir es mi forma, acaso la más diáfana, de saberme parte del camino.
De volverme sendero mientras me ovillo en los pliegues del horizonte.
De mirarme con sangre en las arterias del mundo.
De huir, refugiarme, añorar y ofrendarme.

“Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar”
Recitó el gran Antonio Machado.

Y yo, iluso caminante, en este trayecto he comenzado a escribir “B y E”.
Como una forma, acaso la más diáfana, de hacer camino hacia Ella.
Mi añorada.

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