viernes, 12 de diciembre de 2008

LUCECITAS POR LA VENTANA

-“¡¿Pero qué fue lo qué hiciste?!”-, me dijo Marión con respiración sofocada y rostro enrojecido.

La pregunta, por demás sorpresiva, interrumpió la cadencia con la cual yo, detrás de ella y con una rodilla sobre la cama, entraba y salía gustosamente de su interior.

Me detuve temeroso de haberla lastimado de algún modo no intencional (desafortunadamente –pues es de mis posturas favoritas-, no sería la primera vez que me sucedía un accidente así).

Saqué mi remojado pene. La volteé y le pregunté qué había pasado, que si estaba bien.

Ella me miró y soltó una risa estridente y jocosa.

Yo puse cara de imbécil.

Marión volvió a insistir: “¿de verdad que no sabes lo que has hecho?”

No, no lo sabía.
Y me sentía inquietado por no saberlo.

Ella se llevó la mano izquierda al rostro y, cerrando los ojos, relajó cada uno de sus músculos faciales.

Entonces, mientras volvía a repasar su voluptuoso y moreno cuerpo, descubrí entre sus piernas el nacimiento de un caudaloso arroyo que se le impregnaba en los muslos.
Así que inmediatamente supe lo que había hecho.
El cuerpo de Marión era apresado por una gloriosa y arrebatadora sensación que nunca antes había experimentado; ni con un hijo, un divorcio a cuestas y unos años más que los míos.

Asumí mi responsabilidad. Por eso, me recosté a su lado, le recargué su cabeza en mi pecho y dejé que mis dedos se deslizaran tierna y sigilosamente por su ensortijada cabellera.
Marión tenía el rostro iluminado y el cuerpo sosegado.
Yo miré hacia la ventana del hotel.
Unas lucecitas parpadeantes me recordaban que estábamos en el último mes del tan cacareado año 2000.
Lucecitas como las que ahora se cuelan por la ventana que tengo enfrente.

Ojalá que si Marión también las mira, cierre los ojos y una misma sensación embriagadora le deleite el cuerpo.

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