sábado, 30 de agosto de 2025

APETITO

Indudablemente, el acto de comer es una de las mayores expresiones de arte, de placer y de gozo que existen. No se trata solo de una necesidad, sino de un ritual sagrado que nos conecta con el mundo, que despierta los sentidos, que nos invita a entregarnos a cada instante.

Por eso, me deleito en la expansiva sinfonía de sabores que una comida deliciosa puede ofrecer: la tentadora opulencia de los platos dispuestos a ser devorados, la vibrante paleta de colores que decora cada banquete, la fragancia que se enrosca en el aire antes del primer bocado. Cada textura, cada matiz, cada crujido es una revelación, una mixtura de sensaciones que me colma de alegría pura y expansiva.

Pero hay un plato de degustación más exquisito que aún no ha llegado a mi mesa. El que he esperado con letras, susurros y caricias a la distancia desde hace tiempo.

Mi apetito es vorazmente terso, lo mantengo bajo control, pero solo porque quiero desmenuzar cada detalle de ese manjar que me hace salivar. Antes de saborearlo, ya lo he imaginado, ya lo he visualizado, y el hambre se enreda en mis entrañas como un fuego que crece con cada pensamiento.

Quiero reconocer en ese plato una obra de arte, una ofrenda de placer. Anhelo descifrar la filigrana de su presentación, la promesa cremosa de cada ingrediente y dejar que su fragancia embriagadora me envuelva los sentidos antes de colmarme con el primer bocado. Será un instante de pleno éxtasis que me seduce con la paciencia de un ritual hierático, que me hace ronronear por dentro y regodearme en la promesa de cada hebra de sabor, anhelando el momento en que esta grieta de espera termine para serpentear hacia el deleite.

Dejo que mis ojos destellen con el festín que me espera, permito que su aroma me atraiga, dejo que mis dedos toquen suavemente sus bordes y sus tersuras. Saliva por dentro y por fuera, goteo por saborearlo. Develar esa consistencia que se derrite al tacto, sentir esas gotas dulces en mis dedos y llevármelos a la boca para chuparlos con delectación.

Siento que mi lengua se impregna con ese sabor que es promesa de excelsitud, y que mi cuerpo me pide más, que me exige que me hunda en ese manjar que tengo enfrente de mí.

Acercarme a esa exquisitez con una devoción casi religiosa. Que mi nariz, cual exploradora, se adentre en la neblina fragante que su cabello esparce, un aroma que me provoca inhalar cada hebra hasta impregnarme de sus feromonas. Luego, con la punta de mis dedos, rozar su rostro, como quien reconoce la delicada textura de la piel de una fruta, sintiendo la tersura de sus mejillas, el calor que emana de su piel y la manera en que su nuca se eriza al tacto.

Mis dedos trazan un camino lento y deliberado hasta llegar a la hendidura de sus labios, a esa promesa de una cereza madura, listos para soltar su dulzura con la más mínima presión. Sus contornos, llenos y voluptuosos, parecen los de una fresa silvestre, dulce y ligeramente ácida, invitando a ser mordida. Un hilito de esencia se me escurrirá por la comisura de la boca.

Acercarme lenta y vorazmente para probar la suculencia que se me ofrece. Mi boca busca la suya, y el primer roce será el estallido dulce y delicado de la fruta. No es un beso apresurado, sino una degustación sosegada. Mi lengua, catadora de delicias, se desliza para descifrar cada sabor, desmenuzando la mezcla de dulzura y la salinidad de su piel, como si estuviera desgranando cada matiz.

El beso, como degustación, se hace más profundo, y el deseo, bullente y brioso, comienza a brotar en espiral. Colmaré mi boca con el sabor a pulpa y miel que emanará de su interior. La sensación cremosa de sus labios se mezcla con la urgencia del hervor que nos consume. Escalofríos vibrantes recorren nuestras columnas.

Ese sabor, esa brizna de salinidad y dulzura, no solo perdura en mi boca, sino que comienza a corroer mi paciencia. El saboreo de esos labios será solo el aperitivo, porque mi hambre se vuelve bullente, y mi cuerpo, embestido por la espera, me exige que vaya más allá.

Me entrego a esa delicia culinaria en forma de silueta tersa, de piel acendrada, de atrayente cuerpo femenino ávido de mi hambre. Mis manos se deslizan, enmadejándose en su cabello, recorriendo con extravío su espalda; cada caricia es como verter miel sobre un manjar, fundiendo cada tensión en un lento y dulce hervor que disgrega la distancia entre los dos.

Mis manos siguen palpando los ingredientes de ese manjar. Tocan sus caderas, suaves y ondulantes, como un capullo esperando ser desflorado. Su cuerpo, en su brioso temblor, se enrosca al mío, y sus muslos se abren como conchas de caracola en la orilla del mar, cada curva prometiendo un secreto.

Y mientras la saliva se nos mezcla y el sabor a dulzura y esencia nos envuelve, mis labios buscan un nuevo camino en el festín. Descendemos por su cuello, un sendero de sed, como quien prueba el vino antes de la comida. Hago una pausa para probar la tibieza de su clavícula, una cucharada de miel que me hace cerrar los ojos. Luego sigo hasta el plato fuerte, la delicadeza más exquisita.

Mi boca, en su lento descenso, busca el par de frutos gemelos que se alzan en sus pechos. No me apresuro, soy un catador de delicias, rozando cada curva como quien palpa una uva madura. Mi lengua se desliza por su borde, humedeciendo la piel hasta que se vuelve brillante y resbaladiza. Y en un acto de devoción, me acerco a sus pezones, esos pequeños frutos prohibidos que aguardan en la cima. Los beso, los pruebo, los lamo y los saboreo, como quien desenvuelve un caramelo tibio que se derrite en la boca. Un estallido de sensaciones que me hace clamar por más. Los chuparé con ansia y lentitud, envolviéndolos como un dulce de leche que se deshace en el paladar. Cada gemido que escapa confirma que nuestro banquete es una obra maestra de placer.

A cada sorbo, a cada roce de mis labios en esa ofrenda, siento el temblor que recorre su cuerpo. Un estremecimiento delicioso, como el sutil hervor de un postre a fuego lento. Mientras la esencia de sus pechos me colma, un nuevo manantial de placer comienza a brotar. Mis dedos, ávidos, se deslizan por la suave textura de sus muslos, descubriendo la savia tibia y dulce que se derrama entre ellos. La degustación en la cima desata el festín en la base, y aquella humedad es el claro indicio de que el plato principal está listo para ser devorado.

Entonces mi boca, con devoción casi sagrada, desciende a la grieta de su deseo. Mi lengua, exploradora en un jardín secreto, se adentra en la penumbra de su intimidad. Ella es el plato de degustación más exquisito. La forma de sus pétalos, suaves y carnosos, se abre para mí, y el perfume que emana me envuelve, me atrae, me invita a perderme en su exquisitez. Busco, sin prisa, el núcleo, ese pequeño botón de canela que aguarda a ser probado. Lo lamo con lentitud, capturando cada matiz de su sabor: acidez fresca de grosellas, dulzor profundo de higo maduro. Ella se deleita y se enrosca como un felino bajo mi lengua. Sus piernas me invitan a ir más allá, y mi boca se convierte en fuente de placer que la colma, la llena de alegría.

La culminación me envuelve, pero lejos de ser final, apenas marca el inicio de otro ciclo. Porque el hambre no se extingue con el placer, sino que renace más feroz, más hondo, más urgente. Esta voracidad que nunca cede, la reconozco sin titubeos: apetito de ti.